La entrada en vigor del R. Decreto-Ley 5/2002 (mediáticamente conocido como el “decretazo”) ha provocado una importante conmoción en el Derecho del Trabajo en general y, en particular, entre los distintos agentes que intervienen en la jurisdicción social.

Nos hallamos, así, ante una norma que va a generar amplias dudas y conflictos en su aplicación, vista su deficiente técnica legislativa fruto, quizás, de las prisas de su génesis.

Nuestro desconcierto no surge sólo de los problemas interpretativos de una multiplicidad de apartados de su redactado. Nace, también, del propio instrumento utilizado (un decreto-ley sin justificación suficientemente explicativa de su “extraordinaria y urgente necesidad”, según reza el art. 86.1 de nuestro texto constitucional). A lo que cabe añadir una regulación regresiva de una amplia gama de medidas que se contemplan en dicha norma, ciertamente alejada del carácter tuitivo consustancial al iuslaboralismo.

Con todo, queremos destacar la nueva regulación de los llamados salarios de tramitación. Así, como ya es notorio, el nuevo texto legal establece que los trabajadores que  vean su relación laboral extinguida por voluntad empresarial van a acceder a la prestación –o, en su caso, el subsidio- de desempleo desde el momento del despido. No ocurría ello antes así: hasta la entrada en vigor de dicha norma el trabajador tenía derecho a percibir –con carácter indemnizatorio- el salario correspondiente desde el despido hasta la sentencia que declarase la improcedencia del despido –y, por tanto, la rescisión contractual ilícita- o, en su caso, con carácter dispositivo, hasta el trámite de conciliación administrativa prejudicial. La práctica de los últimos años pone en evidencia que, en la mayoría de ocasiones una parte muy sustantiva de la indemnización que percibían los asalariados  despedidos sin justificación legal era imputable a dichos salarios de tramitación (especialmente, en aquellos supuestos con escasa antigüedad).

La desaparición de los salarios de tramitación, en consecuencia, va a comportar en la práctica una muy importante reducción del coste del despido. En otras palabras: ahora, el resarcimiento económico por una extinción contractual sin causa o con causa insuficiente va a ser más beneficioso para el empleador. Los trabajadores van a cobrar menos. Nos hallamos ante una redistribución negativa de rentas a favor de los más favorecidos económicamente, a lo que debe añadirse que, en realidad, esa medida poco va a afectar a un mejor funcionamiento de la cobertura de desempleo y a su coste social.

Difícilmente va a impugnar su despido un trabajador con escasa antigüedad –y por tanto con una indemnización, ahora sin salarios de tramitación, limitada-: los gastos necesarios de postulación procesal se lo van a impedir. Y, de otra parte, también es claro que en el caso de despedidos  con larga vinculación a la empresa, ésta difícilmente va a conciliar la extinción contractual, pues el costo de dicha extinción va a ser idéntico tras la sentencia.

Todo ello por no hablar de la evidente situación de precariedad en que van a encontrarse los asalariados que no acrediten el período mínimo de un año para acceder a la cobertura de desempleo. En estos casos cualquier legítima divergencia entre las partes, cualquier reclamación de derechos legales o cualquier negativa a cumplir órdenes empresariales ilícitas –si ello no se enmarca en el ejercicio de derechos fundamentales- podrá dar lugar a la carta de despido y a una indemnización reducida. Si unimos ese abaratamiento del despido y los escasos efectos de su revisión judicial a la atípica causalización del mismo en nuestra regulación; la conclusión es evidente: no parece disparatado afirmar que en la práctica –al menos, en muchos casos- en nuestro ordenamiento jurídico-laboral el despido es libre. Se conculca así de facto el Convenio 158 de la Organización Internacional del Trabajo, suscrito, en su día, por el Estado español.

En conclusión, la reforma parece muy alejada del mandato a los poderes públicos de promover las condiciones para que la igualdad del individuo y de los grupos en que se integre sea real y efectiva, removiendo los obstáculos que impiden o dificultan su plenitud, tal y como consagra el art. 9.2 de nuestra Constitución.

COMISIÓN DE LO SOCIAL