El abandono del principio de intervención mínima, la ley penal como instrumento de dominación. 

 

1.- Intervención mínima.

Del principio de intervención mínima se ha dicho que no solo es una máxima garantista, es a su vez un criterio económico,  cuya inaplicación provoca una serie de daños sociales: daños a las personas que padecen una criminalización innecesaria y daños a la convivencia social que se crispa y se enturbia cuando la solución de conflictos que no lo requieren se libra al instrumento penal. De otra parte, los costes para la Administración de Justicia son incalculables, pues la aplicación de la pena llega a dejar de sentirse como adecuada, con todo el impacto deslegitimador que ello representa. Desde cualquier punto de vista, ha de optarse, pues, por la mínima intervención.

También que las infracciones deben sancionarse en proporción a su gravedad, si un sistema penal sanciona de manera igual lo más y lo menos, acaba produciendo efectos criminógenos y responde a un entendimiento primitivo de la prevención.

Sin embargo no es esa la opción de los distintos gobiernos democráticos, que han decidido optar por el denominado populismo punitivo sin que exista justificación suficiente por razones de política criminal, por ejemplo, los recientes anuncios de introducción de la «cadena perpetua revisable» y la de la «custodia vigilada» para los «delincuentes sexuales”. Y es que en la tasa de criminalidad comparada, España ocupa el antepenúltimo lugar, siendo significativamente inferior nuestra tasa a la de los países de nuestro entorno, y según los datos del Anuario estadístico del Ministerio del Interior, también la percepción de la inseguridad ciudadana como principal problema de España ha bajado significativamente respecto a los años 2002-2003, sin embargo ha habido un crecimiento paralelo de la población reclusa, que en abril de 2010 era de 76.676 personas, en el año 2009 76.079, frente a las 73.558 de 2008 o las 44.312 de 1996, y somos el país de nuestro entorno cultural con un porcentaje mayor de presos por habitante. Por otra parte, por tipologías delictivas, el 42 % de los reclusos lo está por delitos patrimoniales (fundamentalmente, hurtos, robos, robo y hurto de uso de vehículos y otros), el 34 % por delitos contra la salud pública (tráfico de drogas), y el 24 % restante por otros delitos, entre los que destacan mayoritariamente los delitos contra la libertad sexual, las lesiones y los homicidios, por lo que parece evidente que las decisiones político-criminales concentran sus esfuerzos de punición en ciertos tipos de delincuencia clásica.

Desde el examen del contenido de determinados tipos penales y de los efectos que se expresan en el apartado anterior se deriva la necesidad de revisar el contenido de muchos de los tipos penales en vigor, porque, puede estar dirigiéndose la respuesta penal, de modo preponderante, a la criminalidad de los sectores más desfavorecidos; pero igualmente habríamos de analizar cuál ha sido la respuesta que, desde la aplicación del Código Penal vigente, hemos dado quienes ejercemos jurisdicción. El principio de legalidad es la base de la libertad, presupone que todo lo que no está prohibido está permitido  y descansa sobre la seguridad jurídica, esto es, sobre la posibilidad de calcular con exactitud  las consecuencias de las diversas acciones, del principio de legalidad deriva naturalmente otro de intervención mínima o proporcionalidad en sentido amplio, por tanto debemos desterrar cualquier práctica interpretativa que suponga una interpretación extensiva de los tipos penales, y junto con ello, valorar nuestra práctica en lo que se refiere a jurisprudencia motivada y proceso debido, puesto que también el modo de restringir y limitar derechos en el proceso y de valorar la prueba,  influye en lo que se ha esbozado al inicio de estas líneas, tanto individual como colectivamente. Igualmente en los supuestos en que existe una previsión legal, debemos examinar si estamos optando por la prisión eludiendo otras penas, o si la ejecución se decanta por un ingreso en prisión generalizado o selectivo, pues es ilegítima esa privación de libertad en caso de no ser necesaria.

También debemos tener en cuenta que en España aparecen tasas de delincuencia inferiores a la de otros grandes países de la Unión Europea. Así, la tasa total de delitos por cada 100.000 habitantes es de 7603 en Alemania, 5795 en Francia, 10368 en Finlandia, 7247 en Austria o 9156 en el Reino Unido, frente a los 5110 en España. Por otra parte, los estudios de victimización, que tienen por objeto el hallazgo de información fiable frente a los déficits que presentan las estadísticas del Ministerio de Interior, revelan que entre 1989 y 2008 se produce una tendencia descendente para prácticamente todas las categorías de delitos en el Estado español. Por contrapartida, se da la paradoja de un incremento acelerado de la población penitenciara. Por otra parte la comparación de las tasas de encarcelamiento en el Estado Español y los países de su entorno arroja un resultado preocupante. España presenta una tasa de población penitenciaria de 161 presos por cada 100.000 habitantes, encontrándose por encima de la media de los 27 Estados que componen la Unión Europea (136,8), y siendo sólo superada por 7 países (Hungría, Eslovaquia, República Checa, Polonia, Lituania, Estonia y Letonia). A considerable distancia, por otra parte, de otros Estados más próximos a nuestro entorno cultural (Alemania, con 89,3, Francia, con 103,1, Portugal, con 104,4, o Italia, con 106,6). Además, España presenta la mayor tasa de la Unión Europea de mujeres reclusas (7 % del total de presos, frente a 3,5 % en Francia o 4,3 % en Italia), y se encuentra 12,6 puntos por encima de la media europea (22 %), con un 34,69 % de internos no nacionales.

Sobre bases tan endebles, se potencia hasta lo indecible la pretensión social de seguridad, de modo que llegan a dibujarse los perfiles de un Derecho penal de riesgo o de un Derecho penal de la seguridad, en los que la eficacia real o presunta prevalece sobre los principios, obviando que en “la sociedad de riesgo global” las amenazas son tantas y de tal gravedad que el papel que puede desempeñar el derecho penal en su prevención y represión es mínimo.

Por ello se puede afirmar que  el sistema penal español recurre con exceso a medidas de prisión. Esas medidas de prisión y los aumentos sucesivos de penas no ayudan a las víctimas de los delitos y sólo construyen una falsa sensación colectiva de inseguridad o de impunidad.

 

2.- La ley penal y la imparcialidad.

La potestad punitiva en el estado de derecho no puede ejercerse de cualquier modo. El Código penal en cuanto perfila los límites mas importantes de los derechos y libertades constituye una suerte de constitución negativa. Por ello, es necesario un consenso razonable en materia penal y procesal penal. En cuanto en el ámbito penal se diseña la estructura y límites de los derechos individuales es conveniente un consenso estable y razonable que no dependa de estados de opinión y urgencias políticas y permita que sea ampliamente aceptada.

La seguridad a la que se refiere el artículo 17 CE no es a la que en ocasiones de forma interesada se refieren los adalides de “ley y orden”, sino que consiste en que nadie puede ser privado de la libertad sino por causas previamente definidas y conocidas y a través de un procedimiento constitucionalmente legítimo.

Por otra parte la seguridad que se pretende no puede obtenerse porque aquella o ésta libertad constitucional limitan innecesariamente el poder del Estado, la gente esta dispuesta a pagar con restricciones de derechos fundamentales una supuesta mayor seguridad pensando que siendo “ciudadanos buenos” jamás se les aplicará. Los autores de las leyes de seguridad no se imaginan a ellos como destinatarios de la norma, pues parten de que jamás se hallaran en esa situación, sin comprender que las renuncias a la libertad se acaban pagando por todos. Además, se acaba produciendo leyes solo semánticamente universales pues se pretende su aplicación selectiva y discriminatoria dejando a un lado la regla fundamental de la imparcialidad. De este modo, la ley penal deja de ser instrumento que permita establecer una convivencia basada en una coexistencia de arbitrios bajo una ley general de libertad.

 

3.- La ley penal como instrumento de dominación.

La situación de crisis económica y el desmantelamiento del Estado social son vistas con preocupación por amplios sectores de la población. Por ello pueden producirse actos políticos de los ciudadanos dirigidos al sentido de justicia de la comunidad, para dar a conocer que, según la propia opinión, las condiciones básicas de convivencia están siendo violadas. Mediante esos actos tratan de que se reconsideren esas modificaciones, que se pongan en su lugar, y reconozcan que no pueden esperar que se consientan indefinidamente las condiciones que se les imponen.

En el comunicado conjunto JpD-UPF se indicaba que es preocupante que la salida del Estado social venga acompañada de una política criminal y penal que tengan como principal meta provocar la disuasión de la protesta legítima. A mediados del mes de marzo, el Ministro del Interior, en una comparecencia en el Senado, anunció una primera reforma del Código Penal, tras las movilizaciones en la ciudad de Valencia en protesta por los recortes educativos, para elevar las penas del delito de desobediencia. Tras la huelga general del 29M, el Ministro de Justicia anunció otra reforma para equiparar la resistencia pasiva al delito de atentado, criminalizar la convocatoria de manifestaciones en las redes sociales, y, en general, para dar un tratamiento análogo al del terrorismo a la mal llamada “violencia callejera”. Recientemente, el Ministro de Interior ha anunciado otra nueva reforma para hacer penalmente responsables a las asociaciones, partidos políticos y sindicatos en aquéllos casos en que algunos de sus afiliados, partícipes en las manifestaciones convocadas, cometan hechos delictivos. Igualmente, para hacer civilmente responsables a los padres y tutores de los daños causados por los menores de edad bajo su custodia en el marco de manifestaciones.

En el conflicto entre libertad y seguridad los responsables políticos siempre identifican libertadas constitucionales de los ciudadanos que, según ellos, les impiden evitar y reprimir los males que mas daño causan. Por ello es frecuente que, sin ninguna evaluación rigurosa en el “coste” para los ciudadanos los responsables políticos restrinjan las libertades y garantías constitucionales, si además, esa limitación se efectúa mediante el recurso al derecho penal y está destinada a impedir esos actos políticos de los ciudadanos, la ley penal puede convertirse en un instrumento de dominación.

La demanda de tranquilidad y seguridad, que el Estado, en principio, garantiza, es una necesidad primaria y constante que se sobrepone fácilmente a la necesidad de preservar las libertades constitucionales, que sólo se vive de un modo ocasional, cuando las propias o las de algún allegado se hallan en peligro o han sido vulneradas, debemos llevar a la conciencia de los ciudadanos que, si se quiere vivir en un Estado de Derecho, los derechos fundamentales han de prevalecer incluso sobre las exigencias de tranquilidad y seguridad, tal y como los Gobiernos las definen.