El Gobierno ha aprobado ya como Proyecto de Ley Orgánica sobre Protección de la Seguridad Ciudadana la nueva redacción dada al Anteproyecto que hace algunos meses mereció un rechazo generalizado en los más diversos medios jurídicos y de opinión del país.

Si se comparan los dos textos se advertirá la existencia de ciertas diferencias entre uno y otro, sobre las que en ambientes oficiales se hace particular hincapié. Sin embargo, su lectura cuidadosa permite ver enseguida que la revisión ha sido sobre todo cuestión de cosmética; ha estado orientada a hacer pasar con más facilidad la desmesurada ampliación de la capacidad de intervención policial autónoma que por esa vía se trata de asegurar. En pocas palabras puede decirse que se han eliminado algunas de las formulaciones más estridentes y se ha estilizado la redacción de otras, pero siempre en la fidelidad más absoluta al propósito inicial.

Así, permanece la misma filosofía de fondo que, de nuevo, se resuelve en la pretensión de atribuir al concepto «seguridad ciudadana» un rango que en ningún caso le confiere el artículo 104.1 de la Constitución, al hablar de ella como misión de las fuerzas y cuerpos de seguridad.

En un estado democrático de derecho y desde luego en el que prefigura la Constitución española, la «seguridad ciudadana» no es un principio o valor superior de carácter sustantivo, sino el resultado material o de hecho de la vigencia efectiva de determinados derechos fundamentales, entre ellos singularmente la libertad personal (17.1 CE); y también de la existencia real de un régimen de seguridad jurídica (art. 9.3 CE). Es indiscutible que la misma Constitución asigna un papel sin duda relevante a las FF y CC de Seguridad, pero siempre de carácter instrumental y dentro de aquéllas coordenadas. Ahora bien, cuando como aquí acontece ese papel resulta sobredimensionado y la «seguridad ciudadana» se convierte abusivamente en un fin en sí, la policía deja de ser función de garantía de los derechos y libertades, para transformarse ella misma en un nuevo y cualificado factor de inseguridad.

Este y no otro es el resultado previsible de la conversión en ley del proyecto de que se trata. Porque, merced al carácter genérico y extraordinariamente abierto de las previsiones habilitantes de la intervención policial que contiene, lejos de contribuir a la necesaria reconducción de esta última a un marco de rigurosa observancia constitucional, potenciaría aún más la enorme discrecionalidad ya existente, la inmunidad al control judicial y con ello los abusos.

De este modo, sucede que mientras la Exposición de motivos del Proyecto es pródiga en fervorosas invocaciones al texto fundamental, el articulado elimina sin más aquellos referentes legales que hoy permiten calificar de irregulares y antijurídicas prácticas policial es sumamente difundidas que habría que erradicar.

Esto se hace patente de forma particular en previsiones como la del artículo 18, cuando se autoriza a los agentes a «realizar, en todo caso» –es decir, sin ni siquiera el límite derivado de la sospecha con algún grado de fundamento- «las comprobaciones necesarias para impedir» que se porten armas.

Y también en el artículo 20, que establece otra cláusula abierta de inquisición facultativa sobre las personas: la llamada identificación –naturalmente comprensiva del cacheo- con la posibilidad opcional de ulterior detención realmente inmotivada y sin posibilidad de asistencia letrada.

 

En uno y otro caso, como si pudiera legalmente concebirse la existencia de razones policiales autónomas ajenas a la evitación de hechos delictivos racionalmente previsibles o a la persecución de los ya cometidos. Y con el pretendido apoyo de la conocida providencia de una sección del Tribunal Constitucional dictada en un trámite de admisión-, francamente contradictoria de bien clara jurisprudencia de aquél en la materia. Con todo, la innovación de mayor relevancia negativa para los derechos fundamentales es la que introduce el artículo 21. Este considera «causa legítima para la entrada y registro en domicilio por delito flagrante el conocimiento… de que se está cometiendo» algún delito en materia de drogas. Delito no flagrante, es lo que en realidad dice, ya que resulta bien claro que en tales casos la noticia, que justificará el allanamiento, no es equivalente a la percepción sensorial directa. Por ello, de prescindir del trato mortificante que el redactor del precepto ha dado en él al castellano, se diría lisa y llanamente: «cuando el delito no sea flagrante, se actuará como si lo fuera»; que es al fin de lo que se trata.

No terminan aquí los motivos de preocupación que justamente suscita el proyecto. Está también el carácter ejecutivo de todas las sanciones (art. 38), que como regla no se verá alterado por eventuales recursos.

Sanciones que, además, podrán imponerse en una amplísima gama de supuestos (arts. 23 y ss.) de notable indeterminación, siempre que se decida

atribuir a las correspondientes conductas –en muchos casos simples acciones comunes de protesta civil- trascendencia o relevancia para la seguridad ciudadana.

Se da también el paso en el que, en la práctica, se andaba desde hace mucho tiempo: la penalización administrativa del consumo público de drogas (art. 25), ascendiendo así un escalón más en la línea de ciega irracionalidad represiva que caracteriza el modo de afrontar tan grave fenómeno. No se debe, trivializar la significación regresiva del proyecto, pensando en la interpretación constitucional que del mismo pudieran hacer los jueces. No hay que olvidar que el primer objetivo del mismo es acorazar un espacio estrictamente policial al margen del control judicial. Por eso, incluso aún cuando hipotéticamente éste llegara a producirse, lo sería siempre a posteriori y ya desde la imposibilidad material de remover los efectos ya irreversibles de actuaciones como las que el texto permite. Todo ello sin contar con que el proyecto contemplado, por las enormes quiebras que introduce en el régimen constitucional de garantías, no dejaría de ser inaceptable aunque tuvieran que aplicarlo sólo los jueces.

No puede, por último, dejar de apuntarse que la clase de actuaciones que propiciaría este ley, además de provocar la generalización de la inseguridad jurídica, carecería de eficacia probatoria en juicio y pondría con frecuencia a sus autores en la situación de tener que responder ante los tribunales de posibles delitos.

El ministro Corcuera, durante la presentación del proyecto, quiso sin duda atenuar la alarma suscitada, apelando a la garantía que frente a eventuales abusos habrá de suponer «el duro régimen disciplinario judicial».

Pero aunque no es sólo el abuso lo que preocupa, sino ya simplemente el uso, no seria ocioso recordar la disposición de cesar al funcionario de su departamento que en determinadas condiciones se detuviera ante un límite legal, exteriorizada por el propio ministro en las Cortes no hace tanto tiempo.

En definitiva, por éstas y otras graves razones que podrían invocarse, Jueces para la Democracia solicita del Gobierno la retirada del Proyecto de Ley Orgánica sobre Protección de la Seguridad Ciudadana y que abandone la vía de la legalidad excepcional para el tratamiento de cuestiones que tienen directamente que ver con los derechos fundamentales de la persona.