Los derechos fundamentales constituyen una técnica de protección de los bienes e intereses jurídicos que en el pacto constitucional hemos considerado condiciones necesarias para la convivencia. Por ello son universales, inalienables, indisponibles y no se encuentran sujetos a las decisiones de las mayorías.

 

La inviolabilidad del domicilio es uno de esos derechos. Con él se pretende salvaguardar un ámbito reservado de la vida de las personas excluyéndolo del conocimiento de los demás. El domicilio no se concibe como simple derecho a un espacio físico sino, nuclearmente, como el derecho al disfrute, con total tranquilidad, de dicho espacio, a salvo de violaciones materiales o corporales, tales como la entrada de una persona no autorizada.

 

Por eso, el domicilio constitucionalmente protegido, en palabras del Tribunal Constitucional, es todo aquél en el que la persona desarrolla un ámbito de privacidad. Es su conexión con la intimidad el elemento central. No lo son su ubicación, configuración física, carácter mueble o inmueble, la existencia o tipo de título jurídico que habilite su uso, o la intensidad y periodicidad con la que se desarrolle la vida privada en el mismo. Por tanto, un piso turístico o una habitación de un hotel, pueden constituir domicilio.

 

Sin inviolabilidad domiciliaria somos transparentes para los demás, carecemos de lugar en el que refugiarnos. Sin dicha inviolabilidad, nuestra dignidad se disuelve. Prefigurando las experiencias totalitarias, Evgueni Zamiatin describió en 1920 una sociedad en la que los ciudadanos vivían en edificios construidos con un cristal que cancelaba cualquier atisbo de intimidad y exponía de forma permanente la vida a la mirada de los vecinos. Pero también, a la mirada de los guardianes, encargados de velar por la sumisión y obediencia acríticas de todos los ciudadanos a las normas establecidas. También George Orwell ejemplificó en la novela 1984 las consecuencias de aplicar a la vida social el ideal panóptico de Bentham: una sociedad transparente acaba siendo una sociedad de siervos.

 

Las sociedades fundadas en las Constituciones han aprendido de los riesgos de tales experiencias. Por eso imponen que el acceso al domicilio requiera, inexcusablemente, del consentimiento del morador, de la existencia de una autorización judicial o de la comisión de un delito flagrante. Del mismo modo, establecen que las dudas sobre si el espacio físico se destina al desarrollo de la vida privada no pueden ser resueltas en contra del derecho, pues, de otro modo, se vaciaría su contenido. El artículo 18, en sus apartados 1 y 2, de la Constitución se convertiría en papel mojado.

 

El acceso policial a un piso turístico, sin satisfacer las exigencias constitucionales, para impedir el desarrollo de supuestas fiestas que contravienen la normativa administrativa, supone una injerencia o violación arbitraria del poder público en el derecho.  El estado de alarma, la situación de pandemia, no justifican la supresión de nuestras garantías básicas. Debemos recordar aquí que la inviolabilidad domiciliaria sólo puede suspenderse cuando se acuerde la declaración del estado de excepción o de sitio. No es este el caso y, como comisión penal de juezas y jueces progresistas, comprometida con la defensa de nuestro sistema de derechos y garantías, tenemos el deber de denunciarlo.

 

La Comisión Penal de Juezas y Jueces para la Democracia

 

9 abril de 2021