Federico Vázquez Osuna
Doctor en Historia Contemporánea. Investigador adscrito al
CEHI-Pavelló de la República. Universitat de Barcelona
Esta exposición se basa en las investigaciones que recientemente he realizado sobre la República, la Guerra Civil y el franquismo, en especial me referiré a mi tesis doctoral La rebel·lió de ‘sus señorias’. L’Administración de justicia en Catalunya (1931-1953), dirigida por Antoni Segura, Catedrático de Historia Contemporánea de la Universitat de Barcelona, que en unos meses saldrá publicada. Por espacio y tiempo, no podré expresar el nombre de todos los jueces republicanos reprimidos o que se exiliaron que merecen nuestro recuerdo, introduciré algunos, de acuerdo con las necesidades narrativas, que nos aproximaran a la represión ejercida por el franquismo contra la judicatura republicana. Tampoco profundizaré en la judicatura que se nombró después del 18 de julio de 1936, ajena a la carrera, que fue la que mantuvo la Administración de justicia durante la guerra[1].
Conforme al título, la memoria histórica, aprovecharé la exposición para describir brevemente lo que significó la República en la Administración de Justicia. La República es la gran desconocida, una losa gigantesca pesa sobre ella y sus políticos. Pese a los años transcurridos desde la Transición Democrática, no se ha restituido la memoria del personal político republicano, con todos sus aciertos y desatinos. Especialmente, me centraré en dos ministros de justicia: Fernando de los Ríos Urruti, socialista y republicano y Manuel de Irujo Ollo, nacionalista vasco.
En primer lugar describiré la Administración de justicia que heredó la República y las características fundamentales de la judicatura. Posteriormente analizaré los anhelos del republicanismo español de transformación de la Administración de justicia y lo que realmente cambió. A fin de movernos más cómodamente en este período histórico, he seleccionado como nexo narrativo la presidencia de la Audiencia Territorial de Barcelona, máximo cargo judicial del período en Catalunya, excepto cuando se instaure el Tribunal de Cassació de Catalunya (1934-1939), en que su presidente ostentará la más alta representación judicial de la Región Autónoma, como se denominó, sin pertenecer a la carrera judicial. Describir otros órganos jurisdiccionales, su dinámica, su personal habría supuesto una exposición muy extensa, sin que hubiera ayudado al discernimiento histórico y a lo que se exige en esta exposición. Finalmente, realizaré una reflexión sobre lo que significa la recuperación de la memoria histórica.
Para aproximarnos a la Administración de Justicia de la República y su judicatura nos adentraremos en los “criterios fundamentales orientadores” de Jueces para la Democracia, cuando se constituyó como asociación en 1983, para subrayar que algunos de estos anhelos programáticos ya se consiguieron durante la República, 52 años antes.
- Jurado. Fue reinstaurado, después de que la dictadura de Primo de Rivera lo suprimiera, por el Decreto de 27 de abril de 1931, trece días después de proclamarse la República. Posteriormente, será ratificado por la Constitución de la República en su Art. 103.
- Justicia de paz electiva. Se consiguió una justicia de paz electiva en localidades de una población inferior a 12.000 habitantes, que no fueran cabeza de partido. El Art. 3 del Decreto de 8 de mayo de 1931 establece que en estas poblaciones el nombramiento de jueces “se verificará por libre elección de los vecinos mayores de veinticinco años que figuren en las listas electorales vigentes en la fecha de la elección.”
- Libertad de expresión respecto a la Administración de Justicia. En Catalunya, fue ejercida decididamente por la clase política republicana, los medios de comunicación y la ciudadanía. En los periódicos se denunciaban las resoluciones que se valoraban como injustas, motivadas muchas veces por cuestiones de índole política o por connivencia de la magistratura con la criminalidad. Sin embargo, la judicatura y el ministerio fiscal no aceptarán la crítica, bajo la excusa que conducía a una pérdida de prestigio y autoridad de la institución y de ellos mismos.
- Control parlamentario del gobierno de la justicia. No existió gobierno de la justicia, el presidente del Tribunal Supremo representaba la Administración de justicia. Éste era elegido por una asamblea de compromisarios de todas las profesiones jurídicas, de acuerdo con el Art. 97 de la Constitución, tenía voz y voto en la comisión Parlamentaria de Justicia, “sin que ello implique asiento en la cámara”, y podía ser interpelado.
- Descentralización de la Administración de Justicia. El Estatut de Catalunya, de 15 de septiembre de 1932, crea el Tribunal de Cassació de Catalunya, máxima instancia judicial de la Región Autónoma, muy parecido a los actuales Tribunales Superiores de Justicia, pero sin competencias penales, y civiles sólo en cuestiones derivadas del derecho propio de Catalunya. Pese a ello, el Tribunal Supremo le delegó la inspección de tribunales y era el órgano que asesoraba el consejero de justicia en la política de personal.
Dentro de esta descentralización, se transfirió a la Región Autónoma el personal judicial y el notariado, Art. 11 del Estatut, permaneciendo dependientes del Gobierno central la fiscalía y los registradores de la propiedad. Este reparto de personal se pensó que equilibraba las fuerzas y el control de ambos gobiernos: la fiscalía controlaba la magistratura y los registradores de la propiedad a los notarios. Esta transferencia no representó la creación de un cuerpo judicial catalán, la Región tenía que proveerse del escalafón estatal, debiendo aplicar la legislación que las Cortes aprobaran.
- Policía Judicial. En 1937 se creó una policía judicial catalana dependiente de la presidencia de la Audiencia. Cualquier juez que solicitara una investigación tenía que dirigirse a la presidencia, la que daba órdenes a su policía a fin de que actuara. Sin embargo esta experiencia fracasó por la obstrucción de la policía gubernativa y la falta de recursos.
- Otros. Respecto al tipo de juez que demandaba la sociedad, los valores constitucionales que éste tenía que introducir en sus resoluciones, y la adecuación de la autoridad judicial al nuevo marco democrático, los analizaremos más adelante, ya que son el punto central de esta exposición.
Así explicado, parece como si la judicatura y la Administración de Justicia de la República hubieran supuesto una verdadera ruptura, repleta de innovaciones, creando una nueva organización judicial y un nuevo modelo de juez. Hasta aquí la comparación presentada se ha amoldado a un esquema prefijado, sin embargo la realidad histórica fue otra, totalmente distante de estas equiparaciones tan sugerentes. A modo de introducción puede afirmarse que se deseó más de lo que se hizo, y no por apatía o desinterés, sino por el contexto político y social en que tuvo que sobrevivir la República, donde, por un lado, unas fuerzas reaccionarias, con la supremacía económica, condicionaban todas las reformas y amenazaban permanentemente con un golpe de Estado, a fin de reconducir el poder público a un régimen de fuerza u orden, como lo denominaban según la adscripción ideológica reaccionaria de que se tratara; y por otro lado, un extremismo de izquierdas, muy intransigente, que quería resultados inmediatos y se oponía a ella por considerarla burguesa. El éxito de la república consistirá en contener estos dos polos, ya que uno u otro, o los dos, podían destruirla.
“La barbarie insurreccional que abrió las puertas a cuatro décadas de dictadura fue la respuesta feroz de unas clases privilegiadas que vieron cuestionada su hegemonía político-social por los cortos ‘logros’ y las moderadas transformaciones introducidas por el régimen republicano”[2]. Fernando de los Ríos Urruti, ministro de justicia, de educación y de Estado de la República describe las discretas reformas que introdujo la República y el golpe de fuerza y violencia que acabó con ella: “Estuvimos a punto de que, por vez primera, se produjera un matrimonio de amor entre el pueblo y el Estado. Esa era la España que estábamos construyendo. ¡Si nos hubieran dejado diez años más! Pero era mucha la apetencia de España, y, claro, también fue excesiva la impaciencia de la España que nos acompañaba.”[3]
- El republicanismo y la judicatura.
El republicanismo se ha caracterizado históricamente por la lucha por la defensa y promoción de la libertad individual de los ciudadanos, y la contención de la potestad pública ante ingerencias arbitrarias. La libertad republicana se ha de entender como la capacidad que tiene el ciudadano para decidir, sin ningún tipo de intromisiones del Estado o de terceras personas, y a la vez su necesidad de contribuir al bien común[4]. El Estado republicano ha se ser fuerte para propagar la libertad y velar por ella. El republicanismo español, influido por el krausismo y el regeneracionismo, se ha distinguido por su oposición al liberalismo, por entender el concepto de libertad socialmente, en bien de la colectividad, en detrimento de aquel que lo circunscribía a la esfera estrictamente individual. La única forma de asegurar la libertad, desterrando comportamientos injustos de los gobernantes, es por medio del respeto a la voluntad democrática, promoviendo las libertades de todos los ciudadanos, y que éstos participen activamente en la esfera pública, conducidos por las virtudes cívicas.
La libertad republicana y las virtudes cívicas no son posible sin la educación, la única forma de transformación de la realidad y de las situaciones injustas, que impiden la felicidad de los ciudadanos, porque los alejan de la democracia. Joaquín Costa denunció el régimen político de la España de la Restauración, donde “a un lado, un millar de privilegiados que acaparan todo el derecho, que gobiernan en vista de su interés personal, confabulados y organizados para la dominación y la explotación del país (…) a otro lado, el país, los dieciocho millones de avasallados, que viven aún en plena Edad Media” [5].
En la España de la Restauración, sólo imperaba la arbitrariedad. La Administración de justicia era una producto del medio caciquil en que se encontraba insertada. Así, existían “Unos jueces municipales nombrados por los presidentes de Audiencia a gusto del ‘cacique’ entre los peores specimens de las últimas hornadas universitarias, tan dispuestos a actuar como agentes electorales para ganar las elecciones (..) Unos jueces de instrucción designados Ab initio desde el Ministerio de Gracia y Justicia a satisfacción del cacique, del cual reciben instrucciones directas y a quien prestan obediencia ciega lo mismo para ofender a los contrarios que en cuanto a la defensa de los amigos. (…) Unos Magistrados y Presidentes de Audiencia en los que hay que volcar toda la tinta negra, salvando, naturalmente, honrosas excepciones (…). Unos Presidentes del Tribunal Supremo que simultanearon el cargo con el de oligarca o suboligarca. Y así, aquellos Jueces, magistrados y Presidentes de Audiencias o del Tribunal Supremo, al no gozar de la independencia que requería el ejercicio de su augusta función, dejaron de ser dispensables de la justicia, transformándose en distribuidores de favores bajo el dictado del oligarca o de los caciques de quienes dependían, porque a ellos les debían su nombramiento, su ascenso o su traslado”[6].
El magistrado Juan Ríos Sarmiento explica que cuando un opositor a la judicatura ganó la plaza, exclamó: “¡Ea! Ya no tengo que hacer más que lo que me diga el diputado”. También opinaba que “La oposición es una lotería en la que pesan la inteligencia del opositor, su preparación, su serenidad, su arte de exponer, su simpatía y sus influencias”.[7] En la España de la Restauración el caciquismo era quien nombraba y cesaba a los jueces, creando una Administración de justicia a su gusto para salvaguardar sus intereses y perpetuarlos. F. Beceña, catedrático de derecho de la Universidad de Oviedo, describió la judicatura que creó este sistema político: “Salvo raras excepciones, en que la fuerza ideal de la función y su valor social logran atraer a juristas distinguidos, en la generalidad de los casos acude a ella [a la judicatura] los que por motivos personales no pueden encontrar posibilidades satisfactorias en otras profesiones más independientes, mejor retribuidas y de más brillantes perspectivas”. La situación de la carrera judicial era tan nefasta que “logran alcanzar la categoría judicial personas absolutamente ineptas para ella, aunque hayan logrado superar el nivel mínimo en una determinada oposición”. “La carrera no hace vida cultural de ninguna clase”, y la jurisprudencia del Tribunal Supremo no era suficiente para evitar que fueran “analfabetos”. Los funcionarios judiciales “en vez de estar rodeados de libros, viven rodeados de establos, que con la inteligencia a medio formar, caen en un ambiente de prosaísmo y de incultura que ahoga lentamente el temperamento mejor formado”. Ante toda esta situación, el profesor creía que la magistratura necesitaba “respirar de cuando en cuando aires de justicia, de ciencia, de ciudadanía, de solemnidad”; en vez de vivir fosilizada, amparada en el “El criterio de la antigüedad”, sinónimo de “una organización de múltiples categorías que jamás ha estado sometida a otros estímulos que los del favor, ni más acción que la del tiempo” [8].
La República intentará crear una Administración de Justicia totalmente opuesta a la existente durante la monarquía. Así pretendía instaurar una justicia al servicio de la ciudadanía y no contra ella, como había sucedido en el régimen derrocado. El requisito fundamental para conseguirlo no era otro que el cambio radical en la forma de selección del juez, cambiando el modelo de oposición existente hasta entonces. La oposición se consideraba caduca, incapaz de seleccionar un personal dotado de virtudes cívicas. Fernando de los Ríos “conside[aba] indispensable que la formación y preparación del juez sea otra de la que ha sido hasta la fecha. (…) En la oposición actual se emplea un procedimiento memorista al que se fía para la selección individual”[9].
El sistema de selección heredado de la Restauración no revelaba las auténticas aptitudes del opositor, sólo informaba de su capacidad de retener el temario, “Lo que en definitiva se traduce en que logran alcanzar la categoría judicial personas absolutamente ineptas para ella, aunque hayan logrado superar el nivel mínimo en una determinada oposición”. Tal como estaba planteada la oposición, no aseguraba que quien la aprobará pudiera comprender la realidad social y la naturaleza de los conflictos jurídicos. El sistema de oposición “no alcanza ninguno de sus objetivos; es decir, ni es un medio apropiado para apreciar los conocimientos jurídicos de quien la hace, ni para siempre (…) libra al juez de la intervención del Ejecutivo”[10]. Fernando de los Ríos declarará públicamente la incompatibilidad de la oposición con el espíritu de la República: “El nuevo juez necesita cualidades, una de las cuales, sólo una, es susceptible de ser valorada en el sistema de oposición, que es el saber. La formación científica puede apreciarse, si bien deficientemente, en una oposición; pero, ¿y la actitud profesional? ¿Y la interna vocación? ¿Y la pulcritud moral? ¿Puede encargarse la misión de la justicia a quien no tenga esas cualidades, saber, pulcritud moral, vocación para la altísima misión que se le encomienda? Evidentemente, no”. La función judicial no puede existir al margen de las virtudes cívicas, o sea, el interés judicial por el bien colectivo, más allá de sus condicionantes como individuo que forma parte de un grupo social y de una corporación.
La exigua existencia de la República impedirá la instauración de otro modelo de selección de la judicatura. Por la misma razón el republicanismo tampoco pudo aproximar los tribunales a la ciudadanía. Un concepto vetusto y arcaico de la autoridad continuará condicionando esta relación. Como ya había advertido Fernando de los Ríos, el derecho de la monarquía “era el hijo de un poder político en el cual había autoridad sin control, autoridad sin responsabilidad. Económicamente, era un derecho tan eminentemente influido por el sentido unilateral de una clase social, estaba moldeado de tal forma por ella, que no existía justicia alguna”. Las fuerzas judiciales reaccionarias interpretaránn cualquier tipo de crítica a los tribunales como una forma de desprestigiar la autoridad de la judicatura, a lo que argumentaba Fernando de los Ríos que era normal que “conforme a esas normas de un derecho opresor le alcance algo del estado de protesta en que vivía la conciencia jurídica española”[11].
Pese a las ansias republicanas de aproximar la Administración de Justicia a la ciudadanía, los jueces continuarían siendo “un conjunto de iniciados, imbuidos de conocimientos rituales”, que se dedican a “resolver aferrando[se] a los ritos y en el vacío, fuera de la realidad histórica conflictiva”[12]. Por eso, Fernando de los Ríos creía que “Cuando en un pueblo toda una ordenación institucional vive caduca, sin savia, desconectada de esa emoción de justicia del pueblo, de la conciencia de la comunidad, entonces se produce un choque entre un orden jurídico que se anhela que nazca, pero que no ha nacido, y un orden jurídico existente, pero desnutrido de toda savia de justicia”. En el momento en que se produce la colisión entre estas dos concepciones de justicia, una de ellas se hundirá, la que corresponde al “orden jurídico, positivo, legal, que vivía desconectado del sentimiento vital de justicia”[13]. Este análisis tan acertado acompañará la Administración de Justicia durante la República y el franquismo, al final perdurará la institución caduca. En el primero por su exigua existencia, la oposición de las fuerzas reaccionarias y la guerra Civil. En el segundo, la dictadura mantendrá con su fuerza una Administración de Justicia totalmente caduca, desconectada de la sociedad, a cambio que la apoyara y legalizara sus arbitrariedades, participando también en las mismas, como ya veremos. Una Administración de Justicia que tenía por objeto la dominación y la destrucción de la libertad de la ciudadanía, en beneficio de la supremacía de una minoría social.
Pese al deseo republicano de transformar la Administración de Justicia y la judicatura, fracasó en el nombramiento del primer magistrado del Tribunal Supremo de la República. El 14 de abril de 1931, el presidente de la Generalitat, Francesc Maciá, nombró a las nuevas autoridades republicanas que tenían que sustituir a las monárquicas. Al abogado José Oriol Anguera de Sojo lo designó presidente de la Audiencia Territorial de Barcelona. Meses después, se hizo cargo interinamente del Gobierno Civil de Barcelona –una clara conculcación de la división de poderes del Estado contemporáneo, ya que en un mismo funcionario confluyen los del Ejecutivo y el Judicial–, lo que lo enfrentó al Gobierno catalán de ERC, que previamente lo había designado para el cargo, por su dureza en la represión del anarquismo. Manuel Azaña apoyó en todo momento su actuación como gobernador, lo que hizo que se enfrentara al Gobierno Autónomo, dándole su confianza públicamente a pesar de los deseos de Anguera de dimitir. Cuando la coalición republicanosocialista se desintegró en 1933, Anguera se encontró solo en la Audiencia, con la aversión del Gobierno catalán, por lo que solicitó la excedencia en 1934. Anguera pasó de una clara concepción republicana a la filas de la reacción, en tres años. Así, el 5 de octubre de 1934, cuando la CEDA entró a formar parte del Gobierno central, un ejecutivo que motivó la Revolución de Octubre de 1934 en Catalunya y el movimiento insurreccional en Asturias, se le nombró ministro de trabajo.
En un informe de su ministerio, se hacía a Manuel Azaña responsable de una presunta malversación de caudales públicos. Azaña interpeló a Anguera en las Cortes, lo que le hizo pasar “el peor rato de su vida”. El ex presidente del gobierno, muy dolido por la imputación, le preguntó: “¿Su Señoría puede creer eso de mí? ¿Su Señoría, señor Anguera de Sojo? ¿Su Señoría, mi colaborador de hace año y medio? ¿Su Señoría, que tan íntimamente estaba compenetrado con mi pensamiento político y con mi acción política y que tantas pruebas de exquisito y admirado celo me dio al servicio de aquel Gobierno? ¿Su Señoría puede creer que yo soy un malversador?”. La desmemoria ya empezaba a jugar su carta en la historia contemporánea. Azaña continuaba preguntándole: “¿Es que a su señoría, señor Anguera de Sojo, se le ha olvidado todo? Si su señoría no ha perdido más que la memoria, permita su señoría que me sonroje por cuenta suya”[14]. Sí, lo había olvidado todo, una desmemoria que se extenderá en la sociedad y que se prolongará durante el franquismo y la Transición Democrática.
Si este giro hacia la reacción no era suficiente, Anguera huyó de Barcelona en agosto de 1936, poniéndose al servicio del Gobierno rebelde en Pamplona[15].
- La judicatura de la República.
Las posibilidades de reformas republicanas fueron muy limitadas, ya que el viejo funcionariado monárquico pervivió en la República íntegramente, así como la propia Administración de justicia. Por este motivo, se hace muy difícil afirmar la existencia de una judicatura republicana, irreal como tal, aunque sí podremos encontrar jueces y magistrados, como fiscales, republicanos. La República nunca consiguió una judicatura propia. La mayoría de la carrera judicial, desde un posicionamiento muy conservador, sino marcadamente reaccionario, se opuso a la República y a su clase política, y de la forma más perversa como ya veremos. La dictadura sí conseguirá una carrera judicial totalmente franquista.
La República se proclamó pacíficamente, España fue republicana de un día para otro, lo que condujo a que asumiera todo el ordenamiento jurídico anterior, el sistema productivo y el funcionariado. La Administración de justicia y la judicatura de la II República provienen directamente de la monarquía, por esta ausencia de ruptura. Las posibilidades de transformación tienen que analizarse desde esta óptica y los breves períodos en que los gobiernos reformistas detentaron el ejecutivo: 1931-1933 y de febrero a julio de 1936. En este tiempo tiene que enjuiciarse los éxitos y los fracasos de la República, porque el Bienio Negro (1934-1935) significa la neutralización o la destrucción de todas las reformas introducidas en el período anterior. No se puede comprender la judicatura reprimida por el franquismo sin antes conocer lo que significó la República y la guerra civil en la Administración de justicia, origen de las venganzas y las condenas. Y para conocer el porqué de la represión contra la judicatura, muy brevemente, tendremos que aproximarnos a los primeros años del franquismo.
Los republicanos españoles “creyeron que la sociedad y el Estado se habían convertido a la democracia y a la República, y no emprendieron purgas ni depuraciones”[16]. Si analizamos la planta judicial de Barcelona en 1934, la edad media de la magistratura es de 59 años: en la audiencia territorial de 60, en la provincial de 64 y en los juzgados de 52. Si se profundiza todavía más, resulta que en la primera la antigüedad en la carrera de los magistrados es de 32 años, en la segunda de 31 y en los juzgados de 23. La forma de ingreso de esta magistratura es mayoritariamente por medio de un concurso de méritos, tercer turno, excepto en los juzgados que lo es por oposición. Estos datos nos dan una idea muy precisa del tipo de judicatura que heredó la República en una ciudad tan importante como Barcelona, de una amplia conflictividad social y política durante todo el s. XIX y XX y con una cultura propia. Por si mismos nos indican que se trata de una judicatura ‘vieja’, lo que implica muy a menudo conservadurismo, con unos amplísimos servicios prestados a la monarquía, en deuda con ella por la forma en que había ingresado en el cuerpo, ya que el tercer turno era más una cuestión de clientelismo político que una valoración objetiva de unos méritos. Difícilmente se podía cambiar la mentalidad de este funcionariado de un día para el otro, cuando en muchos casos habían servido la monarquía durante cuarenta años, y éstos eran los que ocupaban las altas instancias judiciales, la cúpula judicial. Sin lugar a dudas se trataba de la judicatura de la monarquía, creada para su servicio y perpetuación.
Muy pronto comenzó la conspiración de la judicatura para destruir la República, no por lo que había hecho, sino apoyándose en un pretendido miedo por lo que pudiera hacer. En el origen de esta aptitud estaba la destrucción de su red social de influencias: una nueva clase política, totalmente desconocida, dirigía la política gubernamental. Las autoridades republicanas fueron pacientes con la judicatura, no increpándola, no obstante conocer su adscripción mayoritariamente reaccionaria. Con el tiempo, comprenderán que esta judicatura ponía en peligro el régimen, por su negativa a perseguir y condenar a los perturbadores reaccionarios. El ministro de gobernación, Casares Quiroga, manifestó en las Cortes que “lo que no admitimos es que los Jueces hagan caso omiso de la leyes y no cumplan los requisitos que marcan, obrando conforme a su criterio”[17]. Francisco-Javier Elola, magistrado del Tribunal Supremo, asumía que “los jueces tienden, evidentemente, al conservadurismo; son eminentemente conservadores, por no decir retrógrados”. Y añadía que “La magistratura está acostumbrada a fundar su criterio, a establecer principios con fórmulas cabalísticas, y algunas veces arbitrarias, desnaturalizando en absoluto el sentido de las Constituciones y el sentido de la democracia”[18].
La controvertida Ley de Defensa de la República, de 21 de octubre de 1931, pretendía asentar definitivamente el régimen, conteniendo los extremistas de izquierda y de derechas, hasta tanto no se aprobara la Constitución. En el ámbito judicial, el Ejecutivo controlará las resoluciones de la judicatura respecto a la forma como interpretaba la ley, básicamente centrada en problemáticas político-sociales ocasionadas por agentes contrarios a la República. Esta ley fue la primera claudicación republicana a sus postulados ideológicos, pues se trataba de una disposición especial y de excepción que conduciría a muchas arbitrariedades. La dualidad Estado de derecho y pervivencia de la República costará integrarlas, mucho más cuando se cree la justicia especial republicana de guerra, como ya veremos.
El golpe de Estado del general Sanjurjo, de 10 de agosto de 1932, pretendía conducir la República a un régimen de ‘orden’ e impedir la aprobación del Estatut de Catalunya. El fracaso del golpe de estado conducirá a la promulgación de la Ley de 8 de septiembre de 1932, para proceder a la depuración, “jubilación”, de la judicatura y el ministerio fiscal manifiestamente contrarios a la República. Fueron jubilados entre 114 y 125 jueces, el 12% de la carrera. La jubilación afectó a los jueces de edades comprendidas entre los 50 y 69 años, es decir, “los que ocupaban los puestos terminales de la carrera, suponiendo, por tanto, un sustancial recorte de la élite de la carrera judicial”[19].
Después de que se aplicara la ley de 8 de septiembre de 1932, Mateo Azpeitia, diputado de la CEDA, aseguraba en las Cortes que “todas las jubilaciones decretadas por el Ministerio de Justicia fueron debidas a estas dos causas: primera, a la ideología monárquica, real o supuesta, de las personas a quienes se jubilaba, y segunda, al hecho de haber desempeñado cargos de confianza en la época del Gobierno de la Dictadura”[20]. Pero esto no es cierto del todo. La República aprovechará esta disposición para deshacerse del personal judicial y fiscal ocioso, enfermizo y aquel otro que no contaba con la aceptación del grupo funcionarial. Así, Eduardo Canencia Gómez, fiscal de la Audiencia de Barcelona, se le separó porque es “hombre que rehuye el trato social, viste estrafalariamente y realiza menesteres domésticos impropios de quien ejerce cargo de relieve en la Administración de Justicia”[21]. Con esta separación, las autoridades ministeriales de la República obviaron los valores de la Constitución, comportándose muy arbitrariamente. Otros magistrados identificados como reaccionarios, no fueron separados, fruto de la urgencia con la que se llevó a cabo la depuración. También es cierto que si se hubiera depurado toda la judicatura reaccionaria, la Administración de Justicia habría quebrado.
En Catalunya la convivencia de la judicatura con la clase política republicana fue muy traumática. El motivo fundamental vino dado por la aprobación del Estatut y la transferencia de la Administración de justicia a la Generalitat. El funcionariado no podía oponerse políticamente ha esta decisión de un poder soberano, pero sí que lo hará obstaculizando la marcha normal de los tribunales, muy especialmente por su negativa a utilizar y entender el catalán. La ciudadanía criticará muy severamente esta aptitud, identificando la judicatura como monárquica. El consejero de justicia de la Generalitat, Joan Lluhí Vallescà, se verá impotente para poner freno a una rebelión encubierta de la judicatura, que en muchos casos ya se había adscrito a formaciones políticas reaccionarias y totalitarias. En el mes de septiembre de 1934, el enfrentamiento entre la clase política y la judicatura fue de tal magnitud que el consejero de justicia, públicamente, invitó a algunos magistrados para que abandonaran Catalunya. Lógicamente, esta denuncia condujo a un conflicto constitucional, escondido tras la irrupción de la Revolución de Octubre de 1934 y el encarcelamiento del Gobierno catalán.
A esta situación política, ha de sumarse la inmoralidad que reinaba en los tribunales de Catalunya, el soborno y la prevaricación se habían convertido desde antaño en la forma normal de funcionamiento de muchos órganos jurisdiccionales. Según la Inspección de Tribunales, en los juzgados de Barcelona “era donde radicaba esencialmente el tejido de males que tan dolorosa impresión producía en todo el ambiente (…) la falta de moralidad era tan general en su funcionamiento, como la prevención y desconfianza que ello ocasionaba”. Al funcionariado “se imputaba las más varias formas de cohecho; desde recibir subvenciones fijas de Empresas aseguradoras, (…) hasta relacionarse como Agentes de negocios titulados Gestores Judiciales que remuneraban toda clase de facilidades”. Además, advertían al “procesado [que] prescindiera de abogados tratando con los mismos Oficiales en sus casas lo conveniente a sus fines, llegando alguno a ejercer la abogacía, hasta la forma de recibir las declaraciones e intervenir en las libertades y prisiones”. Ante una situación tan escandalosa, “apenas el Juez se daba por enterado”[22].
La realidad reformista del Bienio Constituyente fue muy distante a los que se preveía cuando se proclamó la República: pervivió la LOPJ de 1870, las carreras judicial y fiscal no se reformaron, continuó la organización judicial, y la depuración efectuada difícilmente se adecuaba a las necesidades políticas de la República. La reformas que se introdujeron fueron mínimas. Las de carácter orgánico se limitaron a una redefinición de las categorías dentro de la magistratura y a la creación del Tribunal de Cassació de Catalunya, sin alterar la organización creada en 1870 y 1892. Pese a estos cortos logros, durante el Bienio Negro se neutralizaron todas las escasas reformas introducidas y en otros casos se derogaran. Así las depuraciones efectuadas fueron revocadas, a instancia de los interesados, por no haberse contemplado en las misma los requisitos previstos en la LOPJ, es decir, la audiencia previa al interesado, lo que supuso la admisión de todos los solicitantes: la Administración de Justicia se retrotraía a la existente en 1931.
Muchos magistrados readmitidos volvieron a la cúpula judicial. Destaca Eduardo Alonso Alonso, separado en 1932 porque “su capacidad se estima como muy limitada”, motivo por el que dictó una sentencia muy conocida en la época en la “al relatar el hecho probado consignó que ocurrió en un día cierto y determinado que no había podido determinar”. Además se trataba de un funcionario ocioso, que “en contadas ocasiones presidió la Sala de lo Civil”. Ideológicamente era desafecto a la República, conservando “los emblemas monárquicos en los frentes de las mesas de las Salas de Justicia” y presidiendo su despacho “un Crucifijo”. El ministro de justicia le nombró presidente de la Audiencia Territorial de Barcelona, vulnerando el Estatut que confería esta potestad al presidente de la Generalitat. Esto sucedía después de la Revolución de Octubre de 1934, que condujo al encarcelamiento del Gobierno catalán y a la creación por el Gobierno central del gobernador general de la Generalitat. El 28 de octubre de 1935, se nombra a Alonso gobernador de Catalunya, es decir, presidente de la Generalitat. La máxima magistratura política se ponía en manos de un reaccionario que desde la proclamación de la República había luchado por su destrucción. Tras volver a la Audiencia, cuando triunfe el Frente Popular, Lluís Companys los destituirá. Posteriormente, el ministro de justicia lo nombró presidente de la Audiencia Territorial de Pamplona, donde contribuyó al golpe de estado perpetrado por el general Mola. En gratitud por tantos trabajo en las filas de la reacción, el general Franco lo nombró magistrado del Tribunal Supremo rebelde en 1938, justo cuando se crea[23].
En los meses que transcurren desde la victoria del Frente Popular al golpe de estado del 18 de julio de 1936, tanto el Gobierno central como el autónomo sólo tuvieron tiempo de nombrar un personal republicano que ocupara la cúpula judicial. El 14 de marzo de 1936, el presidente de la Generalitat nombraba a Adolfo Fernández-Moreda Fernández-Chacón presidente de la Audiencia Territorial de Barcelona, y poco después también le confería la categoría de magistrado del Tribunal de Cassació de Catalunya. Este nombramiento fue muy severamente criticado por el colectivo judicial, porque se trataba de un funcionario muy joven, 46 años, cuando la presidencia siempre la habían ocupado funcionarios con más de 60 años. La Generalitat había optado por su valía personal al margen de la antigüedad, una decisión que estremeció los cimientos de la carrera judicial. Analicemos la trayectoria de este juez.
Cuando se produce la Revolución de Octubre de 1934, Fernández-Moreda se encontraba de juez de guardia de Barcelona. Unos cien individuos, adscritos a Estat Catalá, asaltó el Palacio de Justicia de Barcelona. Previamente había dado órdenes a la Guardia Civil de que no disparara ni opusiera resistencia, no quería que se produjeran muertos; creía que “Lanzar en aquellos instantes a los guardias a la calle por un mal entendido egoísmo o por aspiraciones de heroísmos de galería, hubiera sido asesinarlos vilmente, hecho que hubiera pesado siempre sobre” su conciencia. Cuando los sediciosos alcanzaron su despacho, “le encañonaron con sus pistolas llegando a ponerlas sobre su pecho”. Ante esta situación tan sumamente violenta, el juez “serenamente les indicó que contra sus armas no podía oponer más que la pluma, su instrumento de trabajo por lo cual les requería para que con el respeto y consideración a que se creía acreedor por ser un Juez en el ejercicio de su cargo le explicasen tanto la causa de su entrada en el edificio y despacho como la de hacerlo en la forma precitada”. Ante su valentía y serenidad, los rebeldes abandonaron el despacho, también lo hicieron tras reconocer su republicanismo, ya que quien capitaneaba el grupo era un abogado. El concepto que el magistrado tenía de la autoridad estaba totalmente acorde con el espíritu de la República y de la Constitución. Una de las excepciones que confirman la regla.
Sin embargo, la jurisdicción castrense procesó a Fernández-Moreda por un delito de auxilio a la rebelión, ya que no detuvo a los sediciosos, ni mandó a sus guardias, ocho, a que se enfrentaron a éstos, como tampoco se opuso a que izaran una bandera independentista. Rápidamente, fue procesado y suspendido. El 13 de noviembre de 1934, Fernández-Moreda comunica al presidente del Tribunal Supremo: “Tengo el sentimiento, el profundo dolor de manifestar a V.E. que con esta fecha me ha sido notificado auto de procesamiento dictado por el Juzgado Permanente Militar nº 1 (…) Mi gestión fue en todo momento digna de la toga que uso: ni entregué el Juzgado a los que con pistolas me amenazaban; ni las personas que de mi dependían en aquellos momentos, ni el edificio en el que se contiene documentación importantísima sufrieron el menor daño.” Meses después, la causa se sobreseería, motivo por el cual se dirigió de nuevo al presidente del Tribunal Supremo para manifestarle, con su habitual valentía: “A mi procesamiento se dio, sin reparar en los perjuicios que se me irrogaban y en el desprestigio del Cuerpo Judicial, gran publicidad en la prensa y Radio. / Suplico que si a V.E. le parece oportuno la misma publicidad se de a mi falta de culpabilidad.”[24]
El procesamiento de Fernández-Moreda fue una venganza de las fuerzas reaccionarias por su reconocido republicanismo. El sobreseimiento de la causa no les optó para intentar esta vez procesarlo por la jurisdicción ordinaria, esto sucedía en febrero de 1936, acogiéndose a la argucia legal de que cuando los sediciosos entraron en su despacho aún no se había decretado el estado de guerra. La victoria del Frente Popular hizo que se olvidara este nuevo intento de linchamiento.
Cuando se produce el golpe de estado del 18 de julio de 1936, Fernández-Moreda se encontra de vacaciones en La Rioja, de donde era oriundo. El magistrado “fue ejecutado el 17 de agosto en las tapias del cementerio de Logroño”. Al día siguiente, “en las puertas del cementerio nuevo de Logroño, son recogidos once cadáveres”, uno de ellos es el del magistrado. En la descripción de las víctimas se hace constar que llevaba “un pañuelo, un lápiz, una llave maleta, un papel escrito; entregado a Lucas Álvarez, sin recibo, por mandato de D. Juan de Dios García, el 19 de agosto de 1936”[25]. La noticia de su asesinato por los rebeldes creó una profunda consternación entre la ciudadanía y la clase política catalana. El presidente de la Generalitat, Lluís Companys, afirmará que “la sublevación militar y fascista (…) hizo una de sus víctimas. No lo condenó ni lo juzgó, porque no podía imputársele ningún delito. Tuvo que conformarse con asesinarlo”. Y añadía, que las fuerzas reaccionarias de Logroño lo habían asesinado por su “lealtad a Catalunya y a sus instituciones (…) Se quiso matar a un hombre representativo de la Catalunya libre y autonómica; contra este hombre se dirigió el odio a todo lo catalán, que seguramente el fascismo centralista lo aumenta cuando se le manifiesta en el de un castellano”.
La Generalitat lo reconocía como uno de los jueces más relevantes e innovadores del período, si no el que más. Fernández-Moreda se había avanzado a su tiempo, ultrapasando cualquier tipo de partidismo y resentimiento, creyendo firmemente en la sociedad civil y en el función de la judicatura en un Estado democrático. La Generalitat, consciente de su trayectoria personal y humana, otorgó a su viuda una pensión vitalicia de 6.000 pesetas anuales[26].
- La Guerra Civil, la judicatura y la Administración de Justicia.
El golpe de estado del 18 de julio de 1936 pretendía impedir que la clase política republicana detentara de nuevo, democráticamente, el Estado. En la Administración de Justicia, se pretendía impedir por todos los medios que la magistratura republicana ocupara la cúpula judicial. La guerra, y la posterior victoria franquista, no fue otra cosa que el despojo por medio de las armas de los cargos judiciales que sus titulares ocupaban legalmente.
Cuando el 19 de julio de 1936 se produce la rebelión en Barcelona, muchos magistrados estaban informados del golpe de estado, algunos fiscales incluso participaron en el mismo con armas de fuego. El golpe de estado era un secreto conocido por todos, pero pocos sabían que fuerzas y autoridades lo secundarían. Al fracaso de la rebelión en Barcelona, le sigue la revolución. Por doquier empiezan a constituirse comités, tribunales revolucionarios, se abren las cárceles… La autoridad del Estado desaparece por la desintegración del ejército y el contagio revolucionario que alcanza a las fuerzas de seguridad. Se habla del territorio republicano pero este era una amalgama de centros de poder, la mayoría de las veces sin conexión entre ellos. Entre julio y diciembre de 1936, no se percibe la autoridad del Estado. El poder lo tuvo quien dominaba la calle, o sea, quien disponía de armas. Cuando en el mes de mayo de 1937 Manuel de Irujo Ollo, nacionalista vasco, tome posesión del cargo de ministro de justicia, asegurará: “En adelante, no existirá en la República otra norma de aplicación que la ley ni más poder que el Gobierno”. De Irujo fue mucho más allá en aquella coyuntura política tan sumamente delicada: “Nadie está investido de la facultad de juzgar, fuera de los tribunales. La función judicial es la máxima garantía del respeto impuesto para la vida y la libertad de los ciudadanos. Quien falte a esta consigna será detenido, puesto en prisión y condenado como enemigo de la República”[27]. Así fue. La República recobró la autoridad pública, la que detendrá hasta 1939, cuando se produce la ‘retirada’ en Catalunya y el coronel Casado da el golpe de estado en la zona centro.
La criminalidad empieza a desbordar el territorio republicano. Comienzan los asesinatos indiscriminados de religiosos, falangistas, derechistas… Unas veces se apela a consignas ideológicas, sin embargo en muchos casos la criminalidad obedecía al deseo de enriquecerse, de saldar viejas cuentas, de venganzas de vecindad… Poco se sabe de la autoría de estos asesinatos, ya que los asesinos difícilmente actuaban en su localidad, ya que se daba un intercambio de ‘servicios’. Para explicar la autoría se ha recurrido a la figura del ‘incontrolado’, muchos pertenecientes al lumpen proletariado, y a los liberados tras la apertura de las cárceles después del 19 de julio. También es cierto que en algunos casos los militantes de las centrales sindicales y de los partidos de izquierdas practicaron la cirugía social, deshaciéndose de la forma más cruel de su adversario político, e incluso de sus propios correligionarios[28]. Cuando empiezan a recibirse las primeras noticias de la represión que los golpistas están realizando en el territorio que controlan contra los sindicalistas y el personal de izquierdas, se agudiza la represión en la zona republicana, muy especialmente tras la conquista de Badajoz por el general Yagüe. La realidad que nació en el territorio donde no triunfó el golpe de estado es fruto de este mismo, fue tal la agresión y la posterior revolución que paralizó a la República, ésta con anterioridad siempre contuvo la seguridad pública y los extremismos de izquierda y de derecha.
La represión que se produce en la zona republicana no es igual a la que se procede en la rebelde. Las autoridades republicanas desde un primer momento intentaron atajar el horror que se estaba produciendo, muchas veces incluso exponiendo sus vidas. La falta de fuerzas de seguridad impidió que se cumpliera su voluntad. Éstas otorgaron visados y pusieron los medios convenientes para que escaparan las personas amenazadas, e incluso escondieron a muchas de ellas. Con los nuevos estudios históricos se está rebajando significativamente la represión denominada republicana, “Esta última, cifrada por los historiadores del régimen en unos 70.000, no debió superar las 50.000”. Sólo en Catalunya, se produjeron 8.352 víctimas. Mientras que la represión rebelde siempre fue planificada por las autoridades, amparando también a sus afectos cuando la realizaban por su cuenta, las republicanas siempre se opusieron. El general Mola ya había advertido, en los meses previos al golpe de estado, a los demás golpistas, que “la acción ha de ser en extremo violenta para reducir lo antes posible al enemigo, que es fuerte y bien organizado (…) Desde luego serán encarcelados todos los directivos de los partidos políticos, sociedades y sindicatos no afectos al Movimiento”, a quienes se aplicarían “castigos ejemplares (…) para estrangular los movimientos de rebeldía o huelgas”. De todo ello se desprende que “si había resistencias, y las iba a haber, aquello acabaría en un exterminio”[29].
En este ambiente de ruptura política y de criminalidad, la judicatura vivía inquieta su futuro. En los primeros días, la magistratura no se pronuncia sobre el golpe de estado, ni toma partido públicamente, intenta pasar desapercibida, ya que desconoce como se ha desarrollado la rebelión en el resto del país. Tomará partido una vez conozca como se están desenvolviendo los acontecimiento. Con el incremento de la represión, a partir de agosto, y la incautación del Palacio de Justicia de Barcelona por las centrales sindicales, instaurando el Tribunal Revolucionario, verán temerosamente su futuro. A ello, se añade los primeros asesinatos de jueces y fiscales: “afortunadamente, en proporción no hubo tantos crímenes en los de la Carrera como en otras partes, a lo cual no era ajeno tampoco las inmediatas fronteras que permitieron la salvación de muchos”, según la Causa General[30]. Entonces, empezarán los abandonos, las evasiones al territorio rebelde y los ocultamientos.
Pocos jueces colaboraron activamente con las autoridades republicanas. La gran mayoría optó por no hipotecar su futuro ante la posibilidad de que los rebeldes ganaran la guerra. La judicatura que legalmente tenía la misión de interpretar la ley y de ejecutar lo juzgado se desentendía del Estado de derecho, por poco que quedara del mismo, y lo abandonaba. Las autoridades republicanas optaron de nuevo por la depuración, la que no fue tan amplia como era de esperar, sobretodo por el ambiente de revolución, confirmando a muchos funcionarios en su cargo pese a su identificación con los rebeldes. Las autoridades se inclinaron por no suprimir la Administración de Justicia porque hubiera sido visto a nivel interno e internacional como una ruptura del Estado de Derecho que encarnaba la República, además tenían el precedente de la desintegración del ejército con el consiguiente desorden que comportó. Consciente de que no podía contar con su judicatura, desde el 19 de julio la República invistió a otra procedente de la abogacía y plenamente identificada con la lucha antifascista. Esta nueva judicatura es la que puso de nuevo en marcha la Administración de justicia y la justicia especial de guerra.
Es necesario entrar en la justicia especial de guerra[31], creada a partir de agosto de 1936, para perseguir y castigar a los responsables del golpe de estado y a los que los secundaron. Su creación responde exclusivamente a la euforia revolucionaria que desconfiaba en los órganos tradicionales para enjuiciar a los responsables del golpe de estado, pese a contar con los mecanismos legales para hacerlo. Las autoridades republicanas decidieron adoptarla como una forma de poner coto a la criminalidad, convirtiéndose en un popurrí de toda la legislación de la República. Sin embargo, no eran unos órganos independientes, el tribunal de derecho estaba designado íntegramente por el gobierno, a propuesta del Frente Popular y de los sindicatos afectos, y el jurado de hecho estaba elegido íntegramente por estos últimos. Como aseguraba el ex presidente de la República, Niceto Alcalá-Zamora, “se encomienda a los representantes de los partidos políticos afectos al Gobierno, administrar justicia a sus enemigos”; olvidando que “La Constitución había tenido el propósito de proteger el Poder judicial frente al Ejecutivo, y he aquí que los mismos que ante el extranjero se proclaman sus únicos y celosos defensores, la violan, al instituir una jurisdicción excepcional, sin garantía alguna de imparcialidad ni de preparación”[32]. “En circunstancias normales, la designación de jurados por sus convicciones políticas, hubiera sido, desde luego, totalmente inadmisible, pero, en la España de agosto de 1936, aquel era el único sistema a que se podía recurrir”[33]. Pese a todo, la República siempre mantuvo los tribunales de justicia en manos de la sociedad civil, al contrario que el franquismo que desde un primer momento los entregó a las cortes marciales. La historia demuestra que por duro que sea un tribunal civil, siempre lo es más el militar, porque actúa sólo cumpliendo las consignas de la cadena de mando, como ya veremos.
La clase política republicana tuvo que aceptar esta nueva justicia como la única forma de salvaguardar la República, renunciando a su republicanismo. En junio de 1937, el ministro de justicia, Manuel de Irujo, denunció en la Gaceta de la República el comportamiento de algunos miembros de partidos y sindicatos antifascistas que utilizaban la potestad pública para realizar actuaciones marcadamente partidistas, especialmente detenciones arbitrarias, lo que enfureció al presidente del gobierno, Juan Negrín. El ministro denunciaba estas actuaciones por oponerse “a los más mínimos derechos humanos, por lo que urge establecer el imperio de éstos en todos los casos en que sean compatibles con la salvaguardia de legítimos intereses del Estado”[34]. Cuando en 1937 se creen los tribunales especiales de guardia, se producirá una crisis en el gobierno que conducirá a la dimisión De Irujo. El ministro se opuso a estos tribunales, ideados por Negrín. “Cuando el subsecretario presentó aquel texto al ministro, el señor Irujo, sorprendido y comprensiblemente muy herido en su amor propio exclamó: – ¡Esto no es un tribunal! ¡Esto es una checa! ¿Quién ha preparado esta minuta?”. Después de las duras críticas de Irujo, “se introdujeron en el proyecto cambios importantes. A pesar de ellos, el señor Irujo se negó a patrocinar aquella disposición y anunció que dimitiría el mismo día en que se publicara en la Gaceta”[35]. Esta situación la había creado la firme convicción de Negrín de mantener un Estado fuerte, capaz de ganar la guerra, y a la vez respetuoso con los derechos humanos, pero las circunstancias demostraron que no era posible esta combinación, tal como se habían planteado estos tribunales.
La judicatura de carrera intentará apartarse por todos los medios de la justicia especial de guerra, con las excusas más extravagantes. El juez de San Sebastián, por ejemplo, Manuel Pino Chico, designado para el Tribunal Popular de San Sebastián, solicitó del médico forense que “le inyectara el microbio del paludismo, con intención de no actuar, y si no llegó a ponerse tal inyección fue, porque afortunadamente no tuvo necesidad de ello, ya que no fue llamado para actuar”. El médico forense asegurará, después de tranquilizar al juez, “no creer necesario recurrir a este medio por cuanto estaba dispuesto a certificar su estado de enfermedad, eludiendo así su actuación”[36]. Al juez de Barcelona, Federico Parera Abelló, presidente de la Audiencia Territorial de Barcelona entre 1946-1952, el nombramiento para un tribunal de guardia le produjo “asombro” y “estupefacción”, desde ese momento fingió “haber estado enfermo contribuyendo a que se creyera el hecho de que la impresión producida por el nombramiento había sido tan fuerte que había impreso sus huellas en mi semblante y en mis energías”. Después, un amigo médico le certificó padecer “una angina de pecho de carácter nervioso que necesitaba para su curación una larga temporada”[37]. Naturalmente, no tomó posesión del cargo. La magistratura estaba ampliamente identificada con los rebeldes. Además temía participar en la justicia especial de guerra, que perseguía y condenaba al personal afecto a los golpistas, por lo que le pudiera representar de cortapisa si éstos ganaban la guerra.
Una gran parte de la judicatura de carrera que permanecerá en la zona republicana, y que no participó en la justicia especial de guerra, a partir de septiembre de 1936 empezó a comportarse de la forma siguiente:
- Sabotó y obstruyó la Administración de justicia de la República: prevaricó, destruyó la documentación que podía perjudicar a los ciudadanos reaccionarios, falsificó las declaraciones…
- Facilitó información a los rebeldes de los sumarios que se instruían y del personal que más activamente participaba con las autoridades republicanas, para preparar la conquista de Barcelona por los rebeldes.
- Creó fascista de ayuda mutua, afilándose la mayoría a la Falange.
- Se negó a aceptar nuevos destinos o ascensos si no los ratificaba su red falangista.
Cuando se produce el golpe de estado, Barcelona se encuentra sin los presidentes de la audiencia territorial y provincial por encontrarse de vacaciones, el primero fue asesinado y el segundo acabará uniéndose a los rebeldes. Sólo se encuentra el presidente del Tribunal de Cassació de Catalunya, Santiago Gubern Fábregas, republicano, quien dejó de asistir al tribunal el 29 de septiembre tras sufrir un atentado, huyendo a Francia por las constantes amenazas de muerte. Sin cúpula judicial en Catalunya, las autoridades catalanas optaron por nombrar a Josep Andreu i Abelló, diputado de ERC, presidente de la Audiencia Territorial y del Tribunal de Cassació, una persona de su confianza y de un republicanismo incuestionable. La presidencia de Andreu se caracteriza por el retorno de la Administración de justicia al Estado de derecho.
En el mes de abril de 1937, se incoó un sumario por orden del presidente Andreu que tenía por objetivo el esclarecimiento de la multitud de lugares que los criminales habían utilizado desde el principio de la guerra para enterrar a sus víctimas. Este sumario, instruido por el juez especial Bertrán de Quinta, ajeno a la carrera, se le denominó de ‘esclarecimiento de los cementerios clandestinos’. Tiempo después se empezaba a conocer fehacientemente la criminalidad que azotó la República. Multitud de fosas fueron exhumadas y se identificaron muchos cadáveres. Cuando en mayo de 1937, Lluís Companys nombre consejero de justicia a Pere Bosch i Gimpera, arqueólogo y jurista, éste también impulsará todo tipo de investigaciones para esclarecer los meses del terror e identificar a sus responsables. Bosch i Gimpera entablará una excelente relación con el ministro De Irujo, que se traducirá en el empeño de ambos de retornar la República al Estado prebélico.
Algunos miembros de los organizaciones antifascistas se oponían a estas investigaciones judiciales por interpretarlas como una persecución contra sus respectivas organizaciones. También lo hizo la magistratura reaccionaria, ya que temía que el esclarecimiento del terror de los primeros meses de guerra exculpara la República, lo que le beneficiaría internacionalmente. El presidente Andreu recibió numerosas amenazas de muerte si no deponía su intención de investigar las fosas clandestinas. Como las desoyó, ya que su decisión era firme, avalada por las altas autoridades de la República, en agosto de 1937 sufría un atentado del que salió ileso. A partir de estos instantes, las autoridades de la República fueron más firmes que nunca en la investigación de la criminalidad. En el mes de septiembre de 1936, se incoaba un nuevo sumario contra los responsables del Tribunal Revolucionario del Palacio de Justicia de Barcelona por las arbitrariedades y abusos que habían cometido, acabando todos encarcelados. También se iniciaron otros sumarios, sin embargo el esclarecimiento de los hechos estuvo siempre condicionado por la implicación delictiva que diferentes militantes de organizaciones antifascistas tenían. Una condena o la declaración de responsabilidad podía fracturar todavía más el bloque antifascistas, después del debilitamiento que produjo los enfrentamientos de Mayo de 1937 entre las diferentes fuerzas leales.
Estas investigaciones también constituyen una diferencias substancial entre la República y el franquismo. Mientras la primera asumió la criminalidad que se impuso en su territorio, el segundo la propagó, negando sus consecuencias. La República nunca ocultó la criminalidad que se produjo en su territorio después del golpe de estado, mientras que el franquismo la negó y la extendió hasta el final de sus días[38].
Estas investigaciones las llevaron a cabo jueces de carrera destinados en diferentes partidos judiciales catalanes, muy jóvenes, que desde un primer momento se pusieron al lado de la República. Sin embargo, la inmensa mayoría de los jueces de partido se adscribieron a la reacción, llegando muchos a formar parte de la Falange. Como republicanos, destaca el juez Pascual Galbe Loshuertos, de la última promoción de la monarquía, instructor del sumario por el atentado contra el presidente Andreu. Si algo caracteriza su instrucción es el rigor procesal, con un pleno acomodamiento a la LECr. Galbe es un juez muy joven, cuando instruye el sumario tiene 30 años, tres años antes había sido designado letrado del Tribunal de Garantías Constitucionales. También formó parte del Tribunal de Espionaje y Altra Traición de Cataluña. Con la ‘retirada’, Galbe se exilió. En 1940, con 33 años, se “arroj[ó] a un tren en marcha en Chouzy-sur-Cisse”[39]. A esto condujo nuestra llamada Guerra Civil.
El juez Santiago Sentís Melendo, nacido en 1900, instruirá con la misma rigurosidad legal el sumario contra los miembros del Tribunal Revolucionario del Palacio de Justicia. Fue un leal republicano. Al igual que el anterior, se exilió. En 1964, residía en Argentina. Las autoridades franquistas aseguran en 1966 -mientras la dictadura duró siempre acechó y amenazó el exilio- que “Hizo oposiciones a la Judicatura, sacando el número 1 de su promoción y marchando seguidamente a Italia, donde hizo amistad con personas muy relevantes en materia jurídica. (…) Poco antes de finalizar la guerra huyó a América, estableciéndose en Buenos Aires donde es, desde hace años, profesor de Derecho Procesal. También posee en esa capital dos editoriales: E.J.E.A (Ediciones Jurídicas Europeas Americanas) y la distribuidora IBERAMER Americana. / (…) es autor de varias obras de Derecho y traductor de numerosos libros producidos por juristas italianos, entre ellos Calamandri, Carnelute, Leone, Aldo Moro, etc., con los que tiene relaciones amistosas desde la época de su estancia en Italia”. La guerra comportó la pérdida de funcionarios de la valía y eminencia de Sentís.
El juez Pau Balsells Morera, también firme republicano, se destacó por su gran curiosidad jurídica. En 1934 viajó a la URSS para investigar la aplicación de diferentes instituciones jurídicas en un régimen comunista, especialmente la herencia. Un juez de una gran formación que también se perdió[40].
Unos días antes de la conquista de Barcelona por los rebeldes, 26 de enero de 1939, el Tribunal Supremo de la República abandonó Barcelona, acompañando al Gobierno de la República al exilio. Muchos jueces, magistrados y fiscales entraron en Francia, donde fueron internados en campos de concentración improvisados, sin ningún tipo de salubridad ni higiene, como el resto de exiliados. Pese a la derrota bélica, el franquismo organizó una red de espionaje internacional que controló el exilio. Así, por ejemplo, José Aragonés Champín, magistrado del Tribunal Supremo de la República y jefe superior de policía de Madrid en 1932, se encontraba exiliado en Casablanca. La red de espionaje franquista asegurará que Aragonés “tiene solicitado pasaporte para trasladarse a Méjico con fecha catorce de marzo de mil novecientos cuarenta donde piensa dedicarse a trabajos jurídicos o burocráticos con los cuales parece ser piensa hacer frente a las necesidades de la vida pues no se le conocen bienes”. Durante la permanencia del magistrado en esta ciudad, la red de espionaje tenía constancia de que había mantenido correspondencia con “Don Federico M. Miñana el cual reside en París y el que le giraba periódicamente las mensualidades correspondientes a Octubre, Noviembre, etc, en concepto de sueldos asignados al Sr. ARAGONÉS CHAMPÍ, por la Junta de Auxilio a los Republicanos Españoles”.[41]
Durante la guerra se permitió el ingreso de la mujer a la judicatura y la fiscalía. En 1934, el gobierno de la CEDA había prohibido su ingreso por “la índole de algunas [tareas], o mejor dicho, la forma de prestarlas –de noche como de día, dentro o fuera, no ya del despacho, sino de la residencia–, [que] requieren condiciones que la educación, especialmente en España, la naturaleza de consuno dan al varón tanto como regatean a la mujer, aparte de la posibilidad de otras complicaciones como la maternidad, que hacen de todo punto inadecuado para la mujer el ejercicio de esas profesiones, por razones fáciles de comprender”[42]. La declaración de igualdad de la Constitución siempre fue vulnerada. Las ansias de innovación social que surgen en la guerra hicieron posible aquel derecho de 1931. En 1937 se nombra la primera mujer magistrada, Julia Álvarez Resano, diputada socialista por Madrid en 1936 y también la primera mujer gobernadora civil. Esta magistrada se la destinará al Tribunal Central de Espionaje y Alta Traición de la República. En Catalunya, el consejero de justicia, Andreu Nin, nombró en 1936 jueza de Granollers a Maria Lluïsa Algarra Coma. También, Magdalena Trilla Moragues fue nombrada fiscal del juzgado municipal núm. 16 de Barcelona. Pese a esta incipiente política igualitaria, la guerra no cambió sustancialmente los papeles tradicionalmente asignados a la mujer[43]. El franquismo anulará esta mínima igualdad que había conseguido, sometiéndola al varón y recluyéndola en al ámbito privado.
- La represión franquista contra la judicatura.
Sólo una palabra describe la naturaleza de la dictadura franquista: la violencia pública, pura y desnuda, sin ningún tipo de contingente, dirigida contra la población que se opuso al golpe de estado del 18 de julio de 1936 y aquella otra que lo haría a lo largo de la vigencia del régimen, una violencia que podía acabar en el fusilamiento. La dictadura no se puede comprender sin esta práctica natural y permanente de la represión. Esta actitud coercitiva no fue gratuita, sino que fue el medio para controlar todos los resortes de la vida pública y privada de la población, muy en especial de la antifranquista. La represión franquista fue tan cruel e inhumana, y de tal magnitud, que Himmler, el Reichsfürer de las SS, en la visita que realizó a Madrid el 1940, “quedó desconcertado ante la magnitud de la represión de posguerra, con las cárceles rebosantes de miles de presos y las silenciosas ejecuciones de anónimos prisioneros a la orden del día.”[44]
Con la represión el franquismo persiguió:
- La venganza, contra el personal que se significó política y sindicalmente durante la República y la guerra, al que se le imputó los crímenes de la zona republicana, para legitimar el exterminio por cuestiones políticas y sociales que estaba realizando.
- La prevención, una estrategia encaminada a eliminar posibles focos futuros de oposición política al régimen, aniquilando el personal mejor formado sindical y políticamente, a fin de evitar que transmitieran su experiencia. Tendrán que transcurrir más de 20 años para que se organice una nueva oposición.
- La cohesión interna de los represores, por el simple hecho de haberse manchado todos las manos de sangre, actuando o bien callando ante los crímenes que se perpetraban. Una circunstancia que los mantendrá siempre unidos, en otro caso se les podría exigir responsabilidades. La represión creó fidelidades imperecederas, que sirvieron para perpetuar la dictadura.
La represión que sufrió la judicatura republicana que optó por no exiliarse no es comparable a la de otros colectivos, siempre fue mucho más atenuada. Por una sencilla razón: se trataba de un personal muy bien formado, difícilmente sustituible, necesario para poner en funcionamiento el Estado franquista. Además en todas las instancias represivas del régimen se encontraba algún miembro de la magistratura que en un momento u otro ayudó a su compañero, ya fuera absolviéndolo o imponiéndole la mínima pena. Desde estas puntualizaciones se tiene que analizar la represión contra la judicatura. Pese a ello, todas las instancias represivas del régimen se activaron contra ella: la administrativa ministerial –depuración–, la castrense, la de responsabilidades políticas, la de la masonería y el tribunal de honor.
Según la historiadora Mónica Lanero, el 63.2% de la judicatura fue admitida sin una depuración previa, el 23% lo fue con depuración pero sin sanción, un 7.6% con sanción y el 6.2% fue separada[45]. Las autoridades ministeriales fueron muy benignas con su magistratura, ya que como hemos reiterado ésta se identificaba mayoritariamente con el franquismo. En Catalunya estos datos varían, pero no con la intensidad que cabría esperar si se parte de que fue republicana casi toda la guerra y que su Administración de Justicia fue gestionada por la Generalitat. En Barcelona no se produjo ninguna separación por la depuración, las que se decretaron lo fueron porque el juez se encontraba en el exilio o había sido condenado por la jurisdicción castrense.
Las autoridades ministeriales delegaron la depuración de los jueces de Barcelona en tres magistrados: Buenaventura Sánchez-Cañete López, Ignacio de Lecea Grijalba y Federico Parera Abelló, tras haberlos admitido sin sanción. Estos son los grandes jerarcas del franquismo en Catalunya, ascendiendo con el tiempo al Tribunal Supremo. Los tres promovieron todas las sanciones y admisiones. Fue tan arbitrario el proceso de depuración que impusieron, que tiempo después la Inspección de Tribunales admitirá que se había producido una autodepuración[46], ajena al poder central del Estado. Sin embargo el que actuó más severamente fue Sánchez-Cañete, que desde 1939 asumió interinamente la presidencia de la Audiencia Territorial de Barcelona, de quien nos ocuparemos más adelante.
En Catalunya como en el resto de España, la imposición de una sanción o la separación obedeció a unas causas políticas, pero en muchos casos, demasiados, a cuestiones exclusivamente de tipo personal. La depuración fue el momento propicio para saldar viejas deudas, lo que condujo a muchos jueces a delatar a sus ‘compañeros’ de carrera. La delación la practicaron más intensamente los funcionarios mediocres y peor situados en la organización judicial, o los jueces jóvenes para abrirse carrera dentro del régimen. Los denunciados fueron muy a menudo jueces de una gran trayectoria profesional y bien situados en el organigrama judicial. No existe una teoría general para admitir o imponer una sanción, cada depuración es particular, ya que por unos mismos comportamientos, el resultado será diametralmente opuesto.
Así, el magistrado Apolinar de Cáceres fue admitido con una sanción simplemente por una venganza personal: más que juzgarse a él, se hizo a su mujer. Un informe del Gobierno Civil de Gerona sirvió de base para corregirlo, en el que se decía: “Era persona de ideas izquierdistas si bien protestaba de los asesinatos que por entonces se cometían. Por convicción o conveniencia adicto a la funesta Generalidad de Cataluña, a cuyas autoridades servía incondicionalmente. Es persona desordenada económicamente contra quien se trató de entablar el año 1936 alguna reclamación judicial por este motivo, arreglándose amistosamente el asunto por razón del cargo que ejercía de presidente de la Audiencia de esta Capital. Su condición moral deja bastante que desear, estando desprestigiado por la conducta de su esposa que es quien más le ha perjudicado. Aunque al principio fue perseguido por los rojos, más tarde estuvo actuando como Magistrado en el inmoral Tribunal de Divorcios de la Audiencia de Barcelona, durante el período marxista en dicha Capital”. Muchos magistrados fueron admitidos sin sanción con un comportamiento idéntico al de Apolinar de Cáceres, cuando no más agravado, de acuerdo a los postulados del régimen.
La depuración sirvió para establecer clases internas dentro de la carrera. La judicatura sancionada se la admitió, pero perdió la confianza del régimen para siempre, muchas carreras brillantes se abortaron. Este es el caso de Joaquín Vilches Burgos, presidente de la Audiencia Provincial de Barcelona con el Frente Popular, con 48 años, cuando los presidentes y los magistrados de las secciones sobrepasaban los sesenta. En Sevilla, donde se encontraba de vacaciones el 18 de julio de 1936, fue denunciado, porque el día que tomo posesión del cargo “entró en la Audiencia, subiendo la escalera de honor, con el puño en alto, haciendo el saludo marxista, siéndole luego tomada la promesa (en catalán desde luego) por el Presidente señor Gubern, cuya promesa otorgó también con el puño cerrado, haciendo también el saludo marxista”. En este expediente de depuración, el régimen alcanza su cuota máxima de delirio, los testigos tendrán que declarar sobre los grados de su mano y brazo cuando saludó. Uno de ellos asegurará que saludó “con el brazo en ángulo recto y la mano rígida, sin flexión alguna en los dedos”. Vilches fue sancionado, muriendo en 1958 como presidente de la sala de lo civil de la Audiencia de Las Palmas[47].
La represión más intensa la realizó la jurisdicción castrense por medio de los juicios sumarísimos. Estos procedimientos los componen pocos folios, no obstante los incoados contra jueces son más extensos. Es una constante la falta de garantías y la sumisión de los jueces instructores y de los consejos de guerra a la cadena de mando, siendo también permanente la ausencia de defensa y la presentación de pruebas de descargo. El proceso acusatorio militar lo sustentan con sus informes la Falange, el Ayuntamiento, la Guardia Civil, y en las ciudades, también la policía. Los testigos son meras comparsas que ratifican las informaciones de los organismos públicos. Puede hablarse de unos testigos ‘profesionales’ que actúan indistintamente en todos los procesos, como sucede en la interposición de las denuncias. En todos ellos predominan como elementos acusatorios las creencias, las convicciones, las referencias.
Los consejos de guerra son una farsa, una escenificación de las decisiones previamente tomadas, respecto a las penas que se debían imponer. Los jueces condenados por un consejo de guerra a la pena de muerte podían apelar ante el Consejo Supremo de Justicia Militar, al tener la equiparación de oficial general, aforado, una posibilidad de la que careció la inmensa mayoría de la población reprimida. Cuando se agotaba el sistema de instancias, el auditor aprobaba la pena. Si la sentencia condenaba a la pena de muerte, la remitía al general Franco para que otorgara el “ENTERADO”, o bien la conmutara. Sin embargo, el cúmulo de condenas a muerte condujo a la dictadura a la promulgación de la Orden de 25 de enero de 1940, en la que se acordaba que “Por la enorme gravedad de los hechos (…) no procede elevar propuesta de conmutación” al general Franco, si se había aplicado el Art. 238 del Código de Justicia Militar. En estos casos el capitán general emitía el “ENTERADO”. Una forma de implicar directamente a todos los mando militares en la feroz y brutal represión que se estaba efectuando[48].
La jurisdicción castrense actuó de la misma forma que las autoridades ministeriales en la depuración: no existieron criterios uniformes para imponer las condenas, las absoluciones o para ejecutar las condenas a la pena de muerte. Un ejemplo es el de Francisco Javier Elola Díaz-Varela, presidente de la Sala III del Tribunal Supremo de la República. Cuando los rebeldes estaban a punto de conquistar Barcelona, decidió no partir hacia el exilio, ya que no se creía reo de ningún delito, por lo que no temía a las nuevas autoridades[49]. Rápidamente fue detenido y encarcelado, siendo juzgado por considerársele autor de un delito de rebelión y condenado a la pena de muerte. El 12 de mayo de 1939, fue fusilado. En el trasfondo de esta condena se encontraba el firme apoyo del magistrado a la República hasta el último momento, asumiendo cargos de responsabilidad en la guerra como el de juez especial por la rebelión para toda la República o la aceptación del ascenso de presidente de sala. Elola es un símbolo de la República, un magistrado de una gran preparación jurídica y política que el franquismo necesitaba aniquilar. No podemos olvidar que fue vocal de la Junta Organizadora del Poder Judicial durante la dictadura del general Primo de Rivera, diputado a Cortes Constituyentes, fiscal general de la República… Fue aceptado tanto por la monarquía como por la República. El franquismo le temía: su preparación y rigor intelectual, como su compromiso político, podían importunarlo en algún momento.
Si comparamos las condenas a muertes de Elola y Luís Pomares Pérez, presidente de la Sala II de los Civil de la Audiencia Territorial de Barcelona, las conclusiones tendrían que haber sido las mismas, pero no lo fueron. Mientras que el primero fue fusilado, al segundo el general Franco le conmuto la pena de muerte. No existe ninguna razón para explicar esta disparidad, salvo la trayectoria judicial y política de Elola. En ambos casos se juzgó la lealtad de estos magistrados a la República, instruyendo los sumarios por la rebelión militar: Elola en Madrid, posteriormente será el juez especial para toda la República, y Pomares, en Barcelona, su juez auxiliar. Ambos fueron los que instruyeron las causas por las que se exigió responsabilidades criminales a los dirigentes del golpe de estado que fueron detenidos, en Madrid el general Fanjul, y en Barcelona los generales Goded y Fernández Burriel, siendo los tres fusilados, como gran parte de los oficiales y jefes que protagonizaron la sublevación. Sin embargo, en el mes de agosto de 1936, Pomares se reincorporó a la Sala de lo Civil hasta la conquista de Barcelona por los rebeldes, mientras que Elola continuó trabajando activamente por la República hasta el último momento.
Al magistrado José María García Amorós, magistrado decano de Barcelona durante la República, de 60 años, se le incoó un juicio sumarísimo fruto de una maquinación de la magistratura reaccionaria de Barcelona, claramente se trataba de una venganza personal. Este magistrado no gozó del soporte del colectivo judicial, por lo que fue “unánime la declaración de los testigos, casi todos compañeros de Carrera, en considerar antes y durante el Movimiento al procesado como hombre de ideas izquierdistas”[50]. El corporativismo mostraba su faceta más perversa. Sánchez-Cañete, presidente de la Audiencia Territorial, lo acusará porque “es persona de acendrados ideales rojos, al extremo que en ocasiones hacía la apología del régimen soviético, propugnando la constitución de la sociedad comunista, sin que puedan obtenerse datos concretos que hubiera podido realizar durante la dominación marxista”. Una forma muy primaria de acusar, pero de notables beneficios políticos. Un juez lo acusará de estar “afiliado como militante en la U.G.T con anterioridad al Movimiento Nacional (…) que hizo pública ostentación de su irreligiosidad y ateismo, envaneciéndose de sus convicciones anticlericales, hasta el extremo de encontrar perfectamente justificados los incendios de los templos sagrados”. A García le imputaron los comentarios más monstruosos, afirmados por unos magistrados y desmentidos por unos otros, a fin de conseguir una condena castrense, que lo separaría de la carrera. A medida que avance la instrucción, se comprobará que García era un republicano catalanista. Los denunciantes lo conceptúan como “simpatizante y hasta relativamente influyente con el entonces Gobierno de la Generalidad”, haciendo “manifestaciones y alardes de servirla [a la Generalitat] lealmente”, “en tonos de izquierdismo”. Los delatores consideraban que “se relacionaba bien con los elementos dirigentes de la Generalidad a la que aplaudía en los éxitos que con motivo del estatuto y otras concesiones conseguía del poder central”. O bien, que llegó a “mantener relación de confianza y amistad con los dirigentes separatistas de la Generalidad”. Su republicanismo se intentará explicar por el hecho de mantener “estrechas relaciones y contacto con un cuñado suyo (…) jefe del Gabinete Telegráfico del funesto Negrín y masón de grado”. García fue condenado a la pena de doce años y un día, y separado de la carrera[51].
Como ya hemos comentado, las condenas militares no fueron muy numerosas, llamando la atención “la benignidad de los Consejos de Guerra a jueces y fiscales, sobre todo en relación a otros colectivos sometidos a la jurisdicción militar”. Ciertamente, “ni la firma de la hoja de adhesión al Gobierno republicano, o el desempeño de cargos judiciales ordinarios –incluso a solicitud del interesado–, ni siquiera la participación en tribunales de excepción o comisiones de incautación se consideran hechos constitutivos del delito de adhesión o auxilio a la rebelión. Este hecho contrasta con las calificaciones de la jurisdicción militar en otros casos, en los que las conductas y manifestaciones más inicuas se incluyen en los mencionados delitos.”[52] En la mayoría de los casos se sancionó más aversiones personales o del grupo que unos hechos que la dictadura pregonaba que condenaría.
Por medio de la Ley de 9 de febrero de 1939 de responsabilidades políticas se constituyó la jurisdicción de responsabilidades políticas, dependiente de la vicepresidencia del gobierno, sometiendo a miles de ciudadanos a un proceso para investigar su pasado republicano y de soporte al gobierno del Frente Popular. La ley pretendía investigar el comportamiento de todos aquellos que por acción u omisión colaboraron con las autoridades republicanas, favorecieron la subversión roja desde octubre de 1934 hasta que su territorio fue conquistado por los rebeldes –en la práctica la investigación fue mucho más allá, en algunos casos hasta principios del s. XX–, o desempeñaron cargos de importancia en las formaciones políticas y sindicales que se opusieron al golpe de estado de 1936. Una condena de la jurisdicción castrense o del Tribunal para la Represión de la Masonería y el Comunismo derivaba por imperativo legal en un expediente de responsabilidad política, en el cual no se investigaba el comportamiento contrario a la Nueva España del acusado, ya que lo había ‘probado’ aquella sentencia, sino que directamente se imponía una pena de acuerdo con el patrimonio del acusado. Las penas que imponía el tribunal iban desde la pérdida total de bienes, la inhabilitación para el desempeño de cargos públicos o de profesiones liberales, las multas, el destierro, el confinamiento, hasta la pérdida de la nacionalidad española.
Pese a la represión económica a la que se sometió a miles de ciudadanos, esta jurisdicción volvió a ser tenue con la judicatura. De esta forma, no se han encontrado los expedientes de responsabilidades políticas del magistrado Luís Pomares Pérez y los de otros jueces y fiscales. Sí que fue expedientado Francisco-Javier Elola, al que se le embargaron 18.000 pesetas, que tras la reforma de la ley en 1942, el tribunal se las devolvió a su viuda. De los expedientes destaca el que se instruyó contra Santiago Gobern Fábregas, presidente del Tribunal de Cassació, o sea, entre 1934-1936 la máxima autoridad judicial de Catalunya. Este expediente lo motivó una denuncia privada, muy posiblemente de un miembro de la judicatura, que también aprovechó para denunciar a un fiscal. El juez instructor imputará a Gubern:
- Ser republicano catalanista.
- Pertenecer a un partido republicano de izquierdas.
- Huir al extranjero sin incorporarse a la zona rebelde, continuando en el extranjero en 1941.
- Mantener amistad con Manuel Azaña Díaz.
La defensa del ex presidente la ejercerá su hijo, abogado, Santiago Gubern Salisachs, por encontrarse aquel en Francia. El defensor desvirtuará todas las imputaciones, menos la permanencia del ex magistrado en el extranjero. El tribunal reconocerá que Gubern era una persona de moralidad y prestigio, un “hombre de leyes, sin actuación partidista, como lo prueba el hecho de ser respetado en el cargo, por la situación que gobernaba a continuación de la Revolución de Octubre de 1934, y también la negativa rotunda de hacerse cargo de la Generalidad, después del atraco electoral de Febrero de 1936”. Su permanencia en el extranjero conducirá al Tribunal Regional de Responsabilidades Políticas a declarar su responsabilidad política, condenándolo a diez mil pesetas de multa, que su familia hizo efectivas el 30 de mayo de 1941.
Pero Gubern también fue reprimido por el Colegio de Abogados de Barcelona, porque ostentó desde el 19 de julio hasta diciembre de 1936 “la más alta Magistratura Judicial de Cataluña”. El tribunal depurador del colegio lo consideró responsable de prestar “como letrado (…) cooperación a los marxistas, ostentado cargos de Justicia en aquel ominoso periodo”, lo que se prolongó hasta el 7 de enero de 1937, fecha en que lo cesó la Generalitat. Además, el tribunal consideraba que “el Sr. Gubern omitió la realización de un acto positivo al que estaba obligado moralmente, cual era haber dimitido de su cargo bien al producirse el Glorioso Alzamiento, bien, cuando menos, al encontrarse en el extranjero”. Estas eran las razones de los victoriosos. Así, el Tribunal Depurador del Colegio de Abogados de Barcelona lo condenó a la sanción de un año de suspensión en el ejercicio de la abogacía[53].
También debe aludirse a la sentencia que la jurisdicción de responsabilidades políticas impuso a Leopoldo Garrido Cavero, fiscal general de la República, exiliado en Francia, por sus repercusiones sobre la Administración de justicia de la República. En la sentencia, de 9 de Febrero de 1944, se afirma que el caso de Garrido “adquiere la máxima significación por cuanto es imposible desestimar que, dados los principios de obligada dependencia del Ministerio Público, indignamente ejercido por el inculpado, cuantas acusaciones se formularan contra los españoles sometidos a procedimiento bajo los llamados órganos jurisdiccionales marxistas lo fueron en su nombre y representación, bajo instrucciones concretas, cuya responsabilidad le alcanza de modo mediato, tanto en los llamados Tribunales de Urgencia, como en los de la llamada Traición, Espionaje, y ordinarios, que supusieron sanciones múltiples e irreparables en plurales ocasiones (…) FALLAMOS que debemos condenar y condenamos a Leopoldo Garrido Cavero, cuyas circunstancias constan en cabeza del expediente, a inhabilitación absoluta por quince años, extrañamiento igualmente por quince años, y pérdida total de bienes, que hará efectiva en forma legal, adoptando para todo ello las medidas pertinentes.” Una interpretación totalmente perversa, ya que Garrido tomo posesión del cargo de fiscal general el 5 de enero de 1938, y muchos de los tribunales a los que aluden los hechos se instauraron con anterioridad [54].
El universo represivo franquista no termina aquí. Rápidamente, Franco promulgó la Ley de 1 de marzo de 1940 “para la represión de la masonería y del comunismo”, soviético o trotskista, y los anarquista. El dictador creía firmemente que la masonería era la responsable de todas “desventuras históricas” de España, estando presente “en toda la maquinación antipatriótica, inmoral o disolvente”, responsable del hundimiento del país. Desde este delirio, la culpaba de “la pérdida del imperio español, (…) la cruenta guerra de la Independencia, (…) las guerras civiles que asolaron España durante el pasado siglo y (…) las perturbaciones que aceleraron la caída de la Monarquía constitucional y minaron la etapa de la dictadura”. En todas estas dinámicas históricas, “se descubre siempre la acción conjunta de la masonería y de las fuerzas anarquizantes”.
Desde esta concepción, el dictador acusó de masón a los ciudadanos que tenían cultura, ideas liberales o simplemente eran ilustrados. En los primeros años en que operó el Tribunal para la Represión de la Masonería y el Comunismo, básicamente se persiguió a los masones, quienes fueron sometidos a una represión tan cruel que dio lugar a la apertura de 80.000 fichas acusatorias, cuando los masones en 1936 en España no sobrepasaban los 5.000. La ley castigaba la pertenencia a la masonería con penas que oscilaban entre la reclusión menor y la mayor, según las responsabilidades adquiridas dentro de la organización. Se contemplaba como circunstancia atenuante la delación de antiguos compañeros masones. Los condenados por esta jurisdicción también eran responsables ante la de responsabilidades políticas, y se les “irrecuperables”, por lo que no se les aplicó la legislación referente a la redención de penas por el trabajo. Con los años, la jurisdicción de la masonería también se utilizó contra la disidencia interna del régimen, así fueron procesados Dionisio Ridruejo y la Duquesa de Valencia.
Como ejemplo de la inhumanidad de esta jurisdicción, común a todas las franquistas, basta citar el caso del fiscal Pedro Moreu Gisbert, condenado en 1942 a doce años y un día de reclusión menor, porque asistió un sólo día a una reunión de una logia. De poca cosa le sirvió abjurar, muy humillantemente, de la masonería en los términos siguientes: “con corazón sincero y fe no fingida, detesto y abjuro todo error, herejía y secta contrarios a [la] Santa Iglesia Católica, Apostólica Romana, Así por Dios me ayude, y éstos sus Santos Evangelios, que toco con mis manos”. En el acta del juicio se hace constar que “se ha reconciliado con la iglesia en este año, y que le levantaron la excomunión que le advirtieron en la única noche que asistió a la logia. Que confesó con el padre Laburu y le dijo que no teniendo actuación pública no necesitaba abjuración pública, pero como le negaron la absolución, ha hecho abjuración solemne”. Su apoyo a los rebeldes desde un primer momento, o la participación de un hijo suyo en la guerra, condecorado, y el de otros en la División Azul no impidieron esta condena[55].
Este tribunal también incoó sumarios contra los siguientes jueces, en el exilio:
- Alfonso Rodríguez Dranguet, maestro masón, inspector de tribunales de la Generalitat, y uno de los magistrados más firmemente republicanos del periodo.
- Federico Ferrán Enjuto, magistrado de Barcelona hasta 1936 e instructor del sumario contra José Antonio Primo de Rivera, por el que fue ejecutado.
- Josep Andreu Abelló, presidente del Tribunal de Cassació y de la Audiencia Territorial de Barcelona, el que tras volver del exilio en los años sesenta se le comunicó su procesamiento.
El franquismo todavía perfeccionó más el sistema represivo, restableciendo los tribunales de honor que la República había proscrito. Sólo recordar el que se convocó a un fiscal en 1943. El tribunal le imputará, entre otros cargos, todos similares, que “sin recato alguno, y acompañado en ocasiones de mujeres de vida airada, frecuentaba los bares de inferior categoría de dicha localidad alternando con gentes de mala conducta, se embriagaba, acudiendo sin reparo alguno, no obstante su condición de casado, a casas de lenocinio”. Fue tanta la humillación a la que se le sometió, que solicitó del tribunal: “se me diga si con la toga puesta o al amparo de ella cometí alguna felonía. Yo quiero que se me diga si cometí en mi vida privada algún acto tan trascendente que lleve aparejada la justificación nada menos que de un Tribunal de Honor, toda vez que en la conciencia de todos está que sólo ante hechos gravísimos suele funcionar. Esto es lo triste y lamentable. El desprestigio, el deshonor, la ruina moral de un apellido (…) Y el comentario que deshonra, sin freno ni control, volará raudo y veloz enseñoreándose del ambiente público, con lo que me encontraré cerradas las puertas a toda posibilidad de reorganización de vida (…) Si me creéis a mi os pido justicia. Si creéis a mis difamadores, os pido clemencia”. No hubo ni justicia ni clemencia, el fiscal fue separado de la carrera por su comportamiento deshonroso.
Por medio de la aplicación de tantas instancias represivas, la dictadura consiguió una judicatura amorfa, silenciosa y dócil, por lo que las resoluciones judiciales no serán otra cosa que la plasmación de la voluntad del dictador.
Hasta ahora hemos analizado las víctimas, pero éstas no existen sin una maquinaria represiva y los represores dispuestos a activarla. La judicatura franquista participó activamente en la represión franquista, al principio de la guerra en la zona rebelde alistándose en las milicias falangistas o carlistas, posteriormente ingresando en el ejército, donde permanecerá en la posguerra. Muchos “magistrados, jueces y fiscales (…) abandonan el servicio del Juzgado o la Audiencia por el desempeño de funciones jurídico-militares en Consejos de Guerra y asesorías jurídicas de Auditorías y ministerios militares. (…) En la mayoría de los casos las autoridades judiciales eran enteradas de la militarización del personal (…) y no parece que tomasen medidas frente al abandono generalizado de los organismos judiciales, especialmente de los juzgados”[56]. Está implicación represiva pervivirá hasta 1977, momento en que se suprimió el Tribunal de Orden Público (TOP)[57].
Así, por ejemplo, Gabriel Brusola Aroca, juez de Igualada durante la República, después de huir del territorio leal se incorporó a la “Cuarta Bandera de Falange Española, que cubría el sector de Alerre en el Frente de Huesca, mandando la 2ª Centuria de dicha unidad y siendo Jefe de su sector”. Luego se le destinó como “Capitán Honorífico del Cuerpo Jurídico Militar (…) en la Auditoria de Burgos”, y finalmente se le adscribirá en la “Auditoria del Ejército de Ocupación”, donde desempeñó los siguientes cargos, según explica: “Juez permanente de guardia de Bilbao, Ponente en los Consejos de Guerra en la misma ciudad hasta la ofensiva de Cataluña, (…) que fui nombrado asesor jurídico de la primera división de Navarra, de cuyo cargo pasé al de asesor jurídico con delegación del Auditor del Cuerpo de Ejército del Maestrazgo, a las órdenes del General García Valiño siguiendo con su Cuartel General todas las vicisitudes de las campañas del Maestrazgo, Sierra de Espadar, Bolsa del Ebro, Ofensiva de Cataluña y rotura del frente por el Tajo hasta el fin de la guerra”. Un amplio currículum como represor que culminará en 1939, cuando se le nombre “Secretario de Justicia de la Cuarta Región Militar”, con sede en Barcelona[58].
Otro ejemplo es el del magistrado Ildefonso de la Maza Fernández, vocal del Tribunal Regional de Responsabilidades Políticas de Barcelona. El presidente de este tribunal informará que el magistrado “á mas de llevar los Juzgados de Primera Instancia nº 15 y 16 de esta Ciudad, y el Especial de Depuración del personal judicial auxiliar y subalterno de la Audiencia Territorial; desempeña su función en este Tribunal con gran competencia y el mayor celo digno de todo encomio, (…) aparece despachando ponencias un promedio mensual que se acerca al centenar de asuntos”. Si todos estos cargos no eran suficientes, el Jefe Provincial de la Central Nacional Sindicalista de la Falange de Barcelona se dirigirá al presidente de la Audiencia para que autorizase al magistrado “con carácter eventual” para “prest[ar] servicios de Asesor Jurídico en esta Delegación Provincial Sindical”[59].
Esta implicación no fue desinteresada: la judicatura que se implicó en la represión realizará carreras “ascendentes”. Muchos jueces represores los encontraremos al final del franquismo ocupando la cúpula judicial. Un caso paradigmático es el de juez de Badajoz José Fernández Hernando. Fue Delegado Provincial de Justicia y Derecho de la Falange y “Juez Militar eventual Asesor Jurídico del Gobierno Militar, Vocal ponente del Consejo de Guerra Permanente de esta Plaza y Delegado del Auditor del Ejército del Sur”, todos los cargos desempeñados en Badajoz. Fernández será gobernado civil de Girona (1943-1945), director general de la Administración civil, secretario general de la Junta Nacional de Elecciones Sindicales (1952-1958), magistrado del Tribunal Supremo (1958) y magistrado del Tribunal Central de Amparo (1967).
Muchos jueces no ingresaron en la jurisdicción castrense ni en otras jurisdicciones especiales coactivas, manteniéndose en su cargo, pero no por ello dejaron de prestar un amplio apoyo a la represión franquista. En este tipo de actuación sobresale Buenaventura Sánchez-Cañete López, presidente de la Audiencia Territorial de Barcelona, desde el 15 de marzo de 1939 hasta el 12 de setiembre de 1946, uno de los jueces con una trayectoria más firmemente reaccionaria, sino el que más. Analicémosla. Cuando era juez de partido, en 1906, se constataba que “su casa está convertida en centro político en donde sus partidarios están constantemente entrando y saliendo comentando y dando publicidad a sus acuerdos y decisiones políticas (…) Es de rumor público que ningún político que milite en el bando contrario al que capitanea citado Señor Juez se atreve a entablar asunto alguno”. Durante la monarquía llegará a ser gobernador civil de Valencia, abandonando el cargo cuando se proclamó la República. Cuando se reincorpore a la judicatura, en la Sala I de lo Civil de la Audiencia Territorial de Barcelona, se dedicó a conspirar contra la República, estando al corriente del golpe de estado que preparaba el general Sanjurjo. Separado por la Ley de 9 de septiembre de 1932, presentará un recurso acompañado de un aval de la Junta Provisional de Valencia, en el que se alaba su actuación tras la proclamación de la República. Era sumamente astuto. Readmitido de nuevo, cooperó con cualquier otro movimiento sedicioso. El 19 de julio de 1936, si el golpe de estado hubiera triunfado en Barcelona, una vez promulgado el Bando de Guerra, estaba designado para ocupar la presidencia de la Audiencia, con la instrucción de detener y poner a disposición del jefe militar de la sublevación los que no acatasen su autoridad. Detenido por los leales tras comprobar su implicación en la rebelión, saldrá de la cárcel en 1937, ocultándose hasta la conquista de Barcelona por los rebeldes.
Sánchez-Cañete fue el gran urdidor de la represión contra la judicatura y la fiscalía. Cuando él no se atrevió a delatar, por conocer demasiado a sus víctimas, utilizó los miembros más jóvenes de judicatura para que lo hiciesen. En las sanciones en el proceso de depuración y en las condenas militares siempre está presente. Era tanto el desprecio que sentía al republicanismo, siempre fue monárquico alfonsino, y al catalanismo que compareció como testigo de cargo en el sumarísimo seguido contra el presidente de la Generalitat, Lluís Companys, que acabó con su fusilamiento. El 7 de octubre de 1940 declaro en la causa que Companys “desde su puesto, con toda su decisiva autoridad en Cataluña, intervino y excitó constantemente, y hasta por radio a las hordas rojas en sus crímenes, tanto contra las personas, como en la destrucción de nuestras Iglesias. Organizó las turbas de forajidos que mandó a Zaragoza, con la estúpida esperanza de tomarla (…) Lo considero como uno de los más culpables, de todos los crímenes, destrucciones, por la política de envenenamiento de las masas obreras y de la clase media, y contra la Unidad de la Patria. Además era humilde servidor del Internacionalismo masónico y comunista”[60]. Despiadada y cruelmente, Sánchez-Cañete participó en el aniquilamiento de su adversario político desde la magistratura más alta de Catalunya. El franquismo fue la manifestación más primaria del terror y el horror. Franco lo recompensaba en 1945, después de tantos servicios prestados a la reacción, a la violencia, nombrándolo magistrado del Tribunal Supremo, hasta entonces había detentado la presidencia interinamente.
Durante la presidencia de Sánchez-Cañete, la Administración de Justicia de Catalunya se caracterizó por su inmoralidad. La Inspección de Tribunales afirmará en 1941 que la organización judicial de Catalunya “se estima que de justicia sólo tiene el nombre”. El franquismo aceptará que “la Justicia es una máquina que sin aceite no marcha”. Los ciudadanos sólo obtenían justicia si “engrasaban” la máquina. La Administración de Justicia era una auténtica madriguera de depravación. Sin embargo, la Inspección asumía que “El Juez de Barcelona ante hechos como los que quedan reseñados, por punto general no sabe nada, no se entera de nada. Por aquello de que el que está en el bosque, no ve el bosque, es el último que percibe los latidos de tanta inmoralidad”. Además aseguraba que los jueces “no tienen conocimiento exacto de lo que es su cargo o no se ven con fuerzas para ejercerlo”. Es decir, un funcionariado ‘honrado’, pero inepto. La irresponsabilidad del juez llegaba hasta el extremo de que la declaraciones “sobre todo en materia criminal, por ser casi siempre la base de todo procedimiento, se prestan de la manera más irregular”, o sea, ante el personal subalterno. Por medio de esta ausencia de responsabilidades judiciales, “El Juez hace algo de lo que debe hacer, y no es esto lo que las leyes y la sociedad le piden, sino que hay que procurar que se preste el mayor rendimiento a la función y con ello se evitaría por lo menos, mucho de cuanto queda expuesto”.
La inmoralidad en el resto de juzgados y tribunales de Catalunya era idéntica, el juez de El Vendrell “es público que tiene bufete abierto en Barcelona”, sin que ningún superior le hubiera exigido responsabilidades, lo que demostraba “el estado de laxitud y relajación en que los servicios se desenvuelven”.
En la inspección, los secretarios judiciales no salían mejor parados, ya que “son unas ruedas perfectamente inútiles de la administración de justicia sin conocimiento alguno de cuanto pasa en su Juzgado”, sin que el juez “cuid[e] de que el Secretario sea un verdadero Secretario y cumpla con todos los menesteres de su profesión”. La inmoralidad también se extendía a los auxiliares[61].
Esta fue la judicatura y la Administración de justicia del franquismo, una situación reconocida ministerialmente en 1941, dos años después de la denominada ‘paz’.
- La recuperación de la memoria histórica.
Recuperar la memoria histórica no es otra cosa que restituir la dignidad a las víctimas del franquismo, que se sepa sus nombres y el porqué fueron torturados, vejados y fusilados. España está huérfana de historia, de su historia. España vive desde hace veintiséis años sin saber sus cualidades y sus limitaciones, pese a ello se ha dispuesto a progresar, sin comprender que para hacerlo debe conocer su historia, aceptarla y asumirla: la condiciona a diario, mucho más de lo que se piensa. Hacerlo no es más duro que la situación que vivimos desde 1977, dominada por el olvido y el silencio, cantos vacíos a la desmemoria, a la muerte, la más terrible de todas, ya que es la segunda, la definitiva: la que vivieron los protagonistas de la historia y la que nosotros le volvemos a otorgar al no interesarnos por ellos, sus tormentos y sus razones.
Reivindicar la memoria histórica no es un acto de venganza, ésta sólo produce más odio y muerte. La memoria es comprender nuestro pasado, aceptarlo por duro que aparezca, situarlo en lo que fue, ni más ni menos, fuera de las idealizaciones y de los resentimientos, enemigos acérrimos del duelo, paso esencial de toda persona y colectividad para crear una nueva realidad. Durante décadas se ha negado el pasado, sin valorar el enorme daño que esto producía en nuestra sociedad: la envilecía y la empobrecía, ya que se negaba una parte de nosotros, aquella que corresponde a lo que sucedió con todos sus aciertos y desatinos. Sin memoria no puede existir una persona o una colectividad: sólo somos lo que recordamos.
Durante la Transición Democrática se hizo una opción por el olvido. Se temía volver a la dinámica que condujo a la guerra, a su dolor y al que ocasionó la posguerra. En España no existen responsables del terror, nadie ejecutó la violencia pública franquista, a parte de Franco, claro está. La incesante lucha de las víctimas, de sus descendientes y de la ciudadanía ha arrastrado a la clase política y a las instituciones en estos últimos años a reconocer la ilegitimidad del Estado que nació el 18 de julio de 1936 tras el golpe de Estado contra la democracia. Diferentes parlamentos del Estado han condenado este acto ilegítimo de apropiación por parte de una minoría social del Estado. Pero estas condenas no se han traducido en una necesidad pública de conocer realmente lo que sucedió entre 1936-1977.
Hasta ahora hemos intentado recuperar la memoria histórica de la judicatura, una parte de nuestra historia, pero para que nuestro empeño sea fructífero, tenemos que aproximarnos a la globalidad, a lo que representó el franquismo con su constante vulneración de los derechos humanos. Los historiadores empiezan a aportar cifras bastante fiables de lo que representó la represión franquista. La muertes directamente perpetradas por el franquismo ascienden a 100.000 personas, en la guerra y la posguerra, una cifra que tiende a la alza. En 1939 se encontraban ingresadas 700.000 personas en los campos de concentración franquistas, gran parte del ejército de la República, muchos morirían por las terribles e inhumanas condiciones en que los internaron[62].
La represión franquista fue tan brutal que si se analiza en las poblaciones de Manlleu y Santa Eugènia de Berga, ambas en Barcelona, entre 1939-1945, resulta que en la primera se reprimió en 1.9% de la población, mientras que en la segunda el 1.6%. Estos porcentajes sólo se pueden conseguir en un régimen dictatorial de la máxima crueldad. Pero si se analiza el índice de fusilamientos, resulta que en Manlleu fueron fusilados el 3.1 por mil de sus habitantes, mientras que en Santa Eugènia de Berga el 7 por mil, uno de los índices más altos de Catalunya[63].
La población penitenciaria en 1939 se aproxima a las 300.000 personas, en 1940 eran 280.000, según el Ministerio de Justicia. Un ejemplo es la Prisión Modelo de Barcelona que tenía capacidad para 820 internos, sin embargo en 1939 se encontraban internados 13.000 reclusos. Las condiciones carcelarias, los malos tratos, las torturas y el hambre diezmaron considerablemente la población penitenciaria. En la actualidad se han estudiado las prisiones de trece provincias, muriendo en ellas 5000 internos por las inhumanas condiciones de vida a que los sometió el franquismo. A ello, se tiene que añadir que en muchas cárceles se dieron las sacas de presos para ejecutarlos[64].
Pero esto no es todo, desde 1938 empieza a funcionar el Patronato de Nuestra Señora de la Merced, centro que gestionaba los trabajos forzados de los reclusos, ya fuera en Destacamentos Penales, Colonias Penitenciarias o Batallones de Trabajadores… Ante la gran magnitud de la población reclusa, el franquismo ideó este patronato para aprovecharse de la mano de obra, pero sobre todo como un medio para que los internos se pagaran su ‘estancia’ en prisión, temió que se consolidara la partidas presupuestaria de Instituciones Penitenciarias. Muchos murieron por las condiciones inhumanas en que tenían que vivir y la severidad del régimen laboral y disciplinario. Mientras tanto, el franquismo aprovechaba esta mano de obra esclava para ‘reconstruir’ España a su semejanza. Es la época en que se construye el Valle de los Caídos, los nuevos ministerios en Madrid, iglesias, seminarios diocesanos…[65]
También se fundaba en 1943 el Patronato de San Pablo que tenía por misión asumir la tutela de los hijos de los reclusos y de aquellos otros que se habían quedado huérfanos por la represión, previamente lo habían hecho los tribunales tutelares de menores. El objetivo era adoctrinar a los hijos de los antifranquistas en los postulados del régimen y en el nacionalcatolicismo, para que abjuraran de sus progenitores. Muchos de ellos, cuando crecieron ingresaron en órdenes religiosas. El patronato tuteló 30.960 niños entre 1944-1954.[66]
Al margen de la represión directa e indirecta en ambas zonas, existen también las pérdidas humanas causadas por la guerra, careciendo de datos fiables del alcance de las muertes, por no haberse hallado los cadáveres. Algunos autores cifran en 140.000 las personas que murieron en los campos de batalla o fueron víctimas de los bombardeos aéreos y de la artillería[67].
La conquista de Barcelona por las tropas rebeldes condujo a la ‘retirada’, como se conoce al exilio de 1939. En el primer trimestre de 1939 llegaron a Francia 450.000 refugiados, de los cuales 170.000 eran mujeres, niños y ancianos. En Francia fueron internados en campos de concentración, improvisados, pese a que las autoridades francesas estaban alertadas desde hacía tiempo de las consecuencias que se derivarían si Catalunya la conquistaban los rebeldes. Algunos permanecieron en estos campos meses, otros años, los denominados ‘peligrosos sociales’, en muchos casos los más combativos contra el fascismo, los que después se integrarían en la resistencia francesa. En estos campos murieron muchos exiliados por las condiciones inhumanas que les tocó vivir, a lo que se ha de sumar las penalidades de los tres años de guerra que habían vivido[68].
Todas estas cifras sólo contemplan a sus actores, a los implicados directos, pero detrás de éstos están sus familias y sus amigos. El dolor, la desesperación y la angustia se multiplican, afectando a un alto porcentaje altísimo de la población española. La represión siempre es una pirámide invertida, que desde el vértice impregna una gran base. El franquismo consiguió con ello infundir el terror, paralizar a la población, doblegarla para que fuera incapaz de organizarse políticamente, con el objetivo de evitar cualquier oposición a la dictadura, manteniéndose en el poder cerca de cuarenta años.
El historiador Paul Preston ya denomina tanta muerte, tortura, vejación y dolor como el Holocausto español[69].
La recuperación de la memoria histórica es lo que me comentaba una anciana de Valladolid. Después de localizar la fosa donde yacía su padre y exhumarla, al ver sus restos, después de 67 años, exclamó: “Por fin podré velarlo esta noche”. En ese instante iniciaba su duelo, la aceptación de lo que había perdido, preludio de una nueva época sin las confusiones y el dolor de la anterior. En ese instante, me dije que sólo cabía recitar un verso de la Elegía de Miguel Hernández, muerto en las cárceles franquistas a causa de la inhumanidad e insalubridad de las mismas:
Volverás a mi huerto y a mi higuera
[1] Esta ponencia la baso en mi tesis doctoral “La Rebelión de sus señorias. La Administración de justicia en Catalunya (1931-1953). La magistratura y el ministerio fiscal” y en el anexo de la misma “Marco jurídico que configura la Administración de Justicia (1931-1945). La tenaz lucha del Ejecutivo por el control del Poder judicial”, ambos en catalán. Así como en otras dos investigaciones: “La repressió franquista a l’àmbit local. Manlleu (1939-1945)”, Editorial Afers, Catarroja-Barcelona, junio y noviembre, 2003; y “La Repressió franquista a Santa Eugènia de Berga (1939-1945)”, inédita.
[2] R. Aracil, J. Oliver, y A. Segura, El mundo actual: de la Segunda guerra Mundial a nuestros días, Edicions UB, Barcelona, 1998, pág. 249.
[3] Fernando de los Ríos, “Sentido y significación España”. Conferencia pronunciada en el Círculo Socialista Pablo Iglesias de México, el 17 de enero de 1945. Buenos Aires, 1945.
[4] En la etapa contemporánea se han caracterizado como pensadores republicanos, influidos por el krausismo, Francisco Giner de los Ríos, Gumersindo de Azcárate, Joaquín Costa, Manuel Sales Ferré y sobretodo Adolfo Posada.
[5] J. Costa, Oligarquía y caciquismo, Ediciones de la Revista de Trabajo, Madrid, 1975, pág. 18.
[6] Este panorama fue descrito por unos testigos de excepción: Rafael Altamira, Adolfo G. Buylla, Adolfo Posada, Aniceto Sela, Agustín Bullón y Joaquín Costa. En A. Fiestas, “La quiebra de la independencia del Poder Judicial”, en Poder Judicial, núm. 14, marzo, 1985, pág. 13-14.
[7] J. Ríos Sarmiento, Recuerdos de un magistrado español, Editorial Juventud, 1956, pág. 14 y 11.
[8] F. Beceña, Magistratura y justicia, Librería General de Victoriano Suárez, Madrid, 1928, pág. 311, 317, 325, 402 y 413-14.
[9] La Vanguardia, 3 de junio de 1931.
[10] F. Beceña, op. cit., pág. 311 y 309.
[11] F. de los Ríos, “Discurso pronunciado en la apertura de los Tribunales el 15 de septiembre de 1931”, en E. Mejías y otros, La revolución en marcha, Imprenta Argis, Madrid, 1931, pág. 53 y 54.
[12] Jueces para la Democracia, XI Congreso. Jueces y política. Santander, 7, 8 y 9 de noviembre de 1996, pág. 79.
[13] F. Ríos de los, op. cit., pág. 51.
[14] S. Martínez Saura, Memorias del secretario de Azaña, Editorial Planeta, Barcelona, 1999, pág. 235.
[15] Arxiu Nacional de Catalunya. Fons del Col·legi d’Advocats de Baercelona.
[16] S. Juliá, Un siglo de España. Política y sociedad, Edit. Marcial Pons, Madrid, 1999, pág. 145.
[17] Diario de Sesiones de las Cortes Españolas (DSCE). 26 d’abril de 1932.
[18] DSCE, 12 de noviembre de 1931.
[19] M. Lanero, Una milicia de la justicia. La política judicial del franquismo (1936-1945), Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1996, pág. 62.
[20] DSCE. 10 de enero de 1934.
[21] Archico Histótico Nacional. Fondo Contemporáneo. Jueces y Magistrados. Exp. 12.894 (AHN. FC. Magis. Exp.).
[22] Archivo Central del Ministerio de Justicia. Inspección. Leg. 2267 (ACMJ).
[23] AHN. FC. Magis. Exp. 12.664.
[24] Archivo General de la Administración. Tribunal Supremo. Inspección. Leg. 140 (AGA).
[25] A. Hernández García, La represión en la Rioja durante la Guerra Civil, Logroño, 1984, Tomo 1, pág. 51 y 240.
[26] Archivo General del Tribunal Superior de Justicia de Catalunya (AGTSJC). Exp. Fernández-Moreda, Adolfo. La traducción del catalán es propia.
[27] J. Rodríguez Olazábal, op. cit., pág. 96.
[28] Solé i Sabaté, J. M. i Villarroya i Font, J., La repressió a la reraguarda de Catalunya (1936-1939), Publicacions de l’Abadia de Montserrat, Barcelona, 1989, pág. 60-61.
[29] Solé i Sabaté, J. M. i Villarroya i Font, J., op. cit., pàg. 445 y Juliá, S. (Coord.) y otros, Víctimas de la Guerra Civil, Ediciones Temas de Hoy, Madrid, 1999, pág. 59 y 410.
[30] Causa General, La dominación roja en España, Ministerio Fiscal, Publicaciones Españolas, Ediciones de 1944 y 1961, y ACMJ. Inspección. Leg. 2267.
[31] La justicia especial la forman a lo largo de toda la guerra: los tribunales populares, los jurados populares, los jurados de urgencia, los tribunales de espionaje y alta traición, y los tribunales especiales de guardia, entre otros de menor importancia.
[32] N. Alcalá-Zamora, Ensayos de Derecho procesal. Civil, penal y constitucional, Edición de la Revista de Jurisprudencia Argentina, Buenos Aires, 1944, pág. 259-60.
[33] J. Rodríguez Olazábal, La Administración de Justicia en la Guerra Civil, Edicions Alfons el Magnànim, València, 1996, pág. 39.
[34] Orden de 19 de junio de 1937.
[35] J. Rodríguez Olazábal, op. cit., pág. 116.
[36] ACMJ. Justicia. Exp. 15.728.
[37] ACMJ. Justicia. Exp. 15.725.
[38] Carrillo, S., Memorias. Ed. Planeta, Barcelona, 1993, pág. 205.
[39] AHN. FC. Magis. Exp. 12.740 y Archivo General de la Guerra Civil. Tribunal para la Represión de la Masonería y del Comunismo (AGGC. TRMC). Sum. Núm. 68/1948.
[40] AGTSJC. Exp. Balsells Morera.
[41] AGA. Tribunal Nacional de Responsabilidades Políticas. Exp. 4.740.
[42] Orden de 16 de noviembre de 1934.
[43] P. Folguera, E. Garrido (Ed), M. Ortega y C. Segura, “Historia de las mujeres en España”, Ed. Síntesis, Madrid, 1997, pág. 520.
[44] P. Preston, FRANCO. Caudillo de España, Edit. Grijalbo, Barcelona, 1996, pág. 489.
[45] M. Lanero, Op. Cit., pág. 248.
[46] ACMJ. Inspección. Leg. 2267.
[47] ACMJ. Justicia. Exp. 14.762.
[48] J. Benet, La mort del president Companys, Ed. 62, Barcelona, 1998, pág. 326-327.
[49] F. Vázquez Osuna, Francisco-Javier Elola Díaz Varela, La lealtad de un magistrado al Estado de derecho hasta las últimas consecuencias, Jueces para la Democracia, Madrid, noviembre, 2003.
[50] AGA. Ministerio de Justicia. Depuraciones. Carpeta 23.
[51] Archivo del Gobierno Militar de Barcelona (AGMB) J. S. núm. 11.669/39, ACMJ. Justicia.Exp. 15.716 y AGA. MJ. Depuraciones. Carpeta 23.
[52] M. Lanero, op. cit., pág. 239.
[53] AGTSJC. Tribunal Regional de Responsabilidades Políticas de Barcelona. Exp. Núm. 781/39 y ANC. Fons Col·legi d’Advocats de Barcelona
[54] AGA. TNRP. Exp.843.
[55] AGGC. TRMC. Sum. Núm. 765/1942.
[56] M. Lanero, op. cit., pág. 362-370.
[57] J. J. del Águila, El TOP. La represión de la libertad (1963-1977), Edit. Planeta, Barcelona, 2001.
[58] AGA. MJ. Depuraciones. Carpeta 3.
[59] ACMJ. Justicia. Exp. 13.944 y AGTSJC. Exp. Personales. Ildefonso de la Maza.
[60] ACMJ. Justicia. Exp. 12.963 y Causa 23468/40, Departament de Presidència, Generalitat de Catalunya, Octubre de 1999, Barcelona, pág. 41.
[61] ACMJ. Inspección. Leg. 2267.
[62] Juliá, S. (coord.). Víctimas de la guerra civil. Temas de Hoy, Madrid, 1999, y J. M. Solé i Sabaté, La repressió franquista a Catalunya. 1938-1953, Edicions 62, Barcelona, 1985.
[63] I. Domènech Subiranas i F. Vázquez Osuna, La repressió franquista a l’àmbit local. Manlleu (1939-1945), Editorial Afers, Catarroja-Barcelona, junio y noviembre, 2003.
[64] R. Vinyes, “El universo penitenciario durante el franquismo”, a C. Molinero y J. Sobrequés, Una inmensa prisión, Crítica, Barcelona, 2003, y C. Cañellas, (y otros), Història de la presó Model de Barcelona, Pagès Editors, Lleida, 2000, pág. 177.
[65] Moreno, F., a Juliá, S. (coord.). Op. Cit., pág. 277-412.
[66] R. Vinyes, op. cit., pág. 164 y s.
[67] R. Salas Larrazábal, “El mito del millón de muertos”, en H. Thomas, La Guerra Civil española, Ediciones Urbión, Madrid, 1979, pág. 278 y P. Vilar, La Guerra Civil española, Crítica, Barcelona, 1984, pág. 151 y s.
[68] J. Casanova, La iglesia de Franco, Ediciones Temas de Hoy, Madrid, 2001, pág. 240
[69] El País, 31 de marzo de 2004.