- INTRODUCCIÓN Y MARCO GENERAL
EL artículo 24 de la Constitución recoge las líneas esenciales de lo que ha de ser el proceso, especialmente el proceso penal, en una sociedad democrática, en línea con las formulaciones generalizadas de los textos internacionales sobre derechos humanos y libertades fundamentales. Para enmarcar los principios que rigen el proceso penal se hace, pues, imprescindible, la referencia a dicho precepto constitucional.
Pero también es necesario no perder de vista una perspectiva funcional que a veces se olvida. La respuesta a la pregunta sobre cómo ha de ser el procedimiento penal ha de partir de una respuesta previa al interrogante de para qué sirve, qué es lo que se pretende a través de él.
En este sentido, se pueden formular algunas afirmaciones elementales. La primera es que se trata de un proceso, esto es, un litigio entre partes al que el juez, situado en una posición institucional ajena al conflicto, ha de dar una respuesta fundada en el ordenamiento jurídico. En esta posición institucional el juez ni es ni puede ser un instrumento de la política criminal, interesado en la consecución de sus fines. Su función procesal es la de juzgar, de modo imparcial, acerca de la pretensión punitiva que ejerciten, implícita o expresamente (según la fase procesal de que se trate) las partes acusadoras, y la pretensión total o parcialmente absolutoria ejercitada por la defensa.
La segunda afirmación básica es que los derechos de defensa reconocidos en el ya señalado artículo 24 de la Constitución no son en modo alguno «concesiones» que hace la sociedad al delincuente, como a veces se presentan de forma interesada. Son por un lado, garantías de todos los ciudadanos, que de otra forma podrían verse indefensos ante acusaciones eventualmente injustificadas; y por otro, garantías de acierto de la propia resolución judicial, pues sólo a través de un proceso público «con todas las garantías» se pueden evitar errores judiciales, especialmente difíciles de reparar en este ámbito.
Con esta base, puede ya decirse, con carácter general, que los principios fundamentales del procedimiento penal han de ser aquellos que respondan a la doble exigencia de justicia y funcionalidad, sin que la una sea escindible de la otra pues, en definitiva, una respuesta judicial que no fuera funcional en el tiempo o en el modo dejaría en gran parte de ser justa.