I.- FUNCIÓN CONSTITUCIONAL DEL JURADO. VINCULACIÓN CON LA DEMOCRACIA
No cabe pensar en la institución del jurado como un requisito para que la organización judicial de determinado país pueda considerarse democrática. La definición democrática del poder judicial responde a otros parámetros, como son en especial la independencia judicial y la sumisión de los jueces a la Ley, de donde obtienen la legitimidad para el ejercicio de uno de los poderes del Estado. Existen, de hecho, países con amplia tradición democrática que decidieron prescindir del jurado, como es el caso de los Países Bajos desde 1810, sin que nadie plantee que el poder judicial sufra allí un déficit democrático (o, al menos, no por esta causa ni, en todo caso, no en mayor medida que en otros países). Existen, por otra parte, en todos los países juradistas un buen número – y creciente – de procesos, tanto civiles como penales, dirimidos exclusivamente por jueces profesionales, sin que tampoco ello suponga objeción de legitimidad democrática. De hecho, aún en los países donde más asentada se encuentra la institución, como son los anglosajones, el jurado sólo interviene en una parte cuantitativamente mínima de los procesos.
Pero si esto es así, tampoco podrá negarse la profunda vinculación histórica existente entre jurado y democracia ni que esta vinculación existe también en nuestro país, de modo que la cronología del jurado en España se superpone con la cronología de los avances democráticos.
Los orígenes del Jurado moderno en los países de la Europa continental se remontan al siglo XVIII. Con ocasión de la revolución francesa se tomó la institución británica del Jurado como respuesta y reacción de los burgueses que identificaban al juez profesional con el poder absoluto del monarca derrocado. Se pensaba que bastaba con la fuerza prescriptiva de los principios de libertad, igualdad y fraternidad – aprobados por la Asamblea Nacional en la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 26 de agosto de 1789 – definidos como “simples e incontestables… constantemente presentes para todos los miembros del cuerpo social”. Estos principios se entendían no necesitados de interpretación alguna y directamente aplicables por el pueblo, que sólo debía dirigir sus decisiones al mantenimiento de la Constitución y a la felicidad de todos y tenían su complemento teórico en la confianza en que las leyes formaban un sistema completo y fácilmente aplicable.
Como sabemos, tal esquema teórico quiebra a lo largo del siglo XIX, tras la paulatina evidencia de que las leyes de las Asambleas presentan lagunas y son incapaces de prever todos los supuestos de hecho. Cobra así nuevo valor la figura del Juez profesional como intérprete de la ley y garante de su aplicación y, con ella, del respeto final a los mandatos de la voluntad general. La evolución sigue imparable hasta nuestros días, en que se considera ya indiscutible la capacidad creadora y el papel activo del juez en aplicación de principios y derechos fundamentales.
Pero esta reafirmación del papel del juez profesional como garante de los derechos fundamentales no puede hacer olvidar que la institución del Jurado nació anudada al advenimiento del Estado Moderno desde su origen anglosajón y en especial después de su recepción – y reinterpretación – por los revolucionarios franceses.
Su evolución en nuestro país sigue fielmente esta línea. Su primera mención tiene lugar en la Constitución de 1812, se vuelve a hablar de él en el trienio liberal 1821-23, se olvida desde entonces a 1855 en que se implanta por primera vez, se consolida en 1888, se suprime en 1923, se restaura en 1931 y se suprime en 1936 hasta que es de nuevo una Constitución democrática, la de 1978, la que lo reintroduce.
La recuperación del Jurado en nuestro país tiene, pues, un sentido inicial de reanudación de una tradición histórica democrática. No yerra la Exposición de Motivos de la Ley Orgánica 5/95 de 22 de mayo cuando afirma que la Constitución Española de 1978 optó por implantar el Jurado en coherencia con la historia del derecho constitucional español. La reciente reinstauración del jurado en países como la Federación Rusa tiene un significado histórico similar.
Más no es sólo una cuestión de nostalgia histórica. La administración de justicia es un acto de soberanía que, como tal, pueden ejercer directamente los ciudadanos en la medida en que decidan ejercitarlo. El artículo 125 de la Constitución, al establecer que “los ciudadanos podrán participar en la Administración de Justicia mediante la institución del Jurado, en la forma y con respecto a aquellos procesos penales que la ley determine“ no está introduciendo una figura exótica e incoherente en un sistema general de democracia representativa, sino que esta institución enlaza con el derecho de participación directa de los ciudadanos en los asuntos públicos que se reconoce en el art. 23.1 como complemento necesario, en un Estado democrático de derecho, de la mera participación a través de representantes periódicamente elegidos. En momentos en que se ponen de manifiesto cada vez más preocupantes síntomas de crisis de la democracia representativa y del sistema de partidos, los mecanismos participativos complementarios y la asunción directa por los ciudadanos de responsabilidades públicas cobran un importante papel de revitalización democrática.
Además de favorecer la participación de los ciudadanos en los asuntos públicos, el Jurado contribuye a la credibilidad de la institución judicial. La actuación de los ciudadanos jurados favorece el conocimiento del funcionamiento de la Administración de Justicia y de la normal actividad de los jueces profesionales. Aleja el oscurantismo de la tarea de juzgar, en cuanto quienes deben asumirla en algún momento de su vida, la ejercitan y la interiorizan en sus aspectos negativos y positivos. De este modo se contribuye a que quienes administran justicia no sean percibidos con un carácter sacral, lo que no significa una pérdida de prestigio o autoridad social – que tanto parece preocupar a veces – sino que éstos se asienten sobre otras bases racionales y morales.
El Jurado cumple, por último, una indiscutible función pedagógica, tanto para los ciudadanos que en él participan, para quienes constituye una auténtica escuela de ciudadanía, como para los profesionales jurídicos, enriquecidos por la experiencia de verse obligados a asumir procesos mentales, lenguajes y comportamientos distantes de estereotipos forenses.
Dicho lo anterior, no puede obviarse que los jueces profesionales tienen asumidos principios tales como el de presunción de inocencia, principio acusatorio, o la doctrina de la prueba ilícita, y conocen su función como garantes de los derechos fundamentales y libertades públicas de las personas. Por el contrario los ciudadanos legos en conocimientos jurídicos no tienen, por lo general, asumidos tales principios y valores constitucionales. Tampoco son conocedores de instrumentos jurídicos muy precisos y elaborados por la ciencia del Derecho Penal a través de los cuales éste opera, en suma, como un sistema de garantías en el ejercicio de la potestad punitiva del Estado para que responda a criterios de racionalidad y proporcionalidad, de modo que la imposición de una pena se ajuste a los principios de legalidad y culpabilidad. La sustitución de principios técnicos elaborados por el Derecho Penal por otros extraídos directamente de un supuesto “sentir popular” podría contribuir a la banalización del Derecho Penal. Basten, por ejemplo, las dificultades de comprensión que han mostrado los jurados de las diferencias entre el dolo directo y el eventual, o entre el concepto técnico jurídico del ensañamiento (aumentar deliberadamente el sufrimiento de la víctima) y un concepto vulgar del mismo, que atendería a otros parámetros tales como el cómputo de las puñaladas recibidas por la víctima.
Este aspecto negativo no debe, sin embargo, sobredimensionarse. En primer lugar, en el juicio oral configurado por la Ley Orgánica 5/95 se hacen efectivas las garantías del proceso penal derivadas de las normas y principios constitucionales, tales como la presunción de inocencia, el principio acusatorio, contradicción, publicidad y no indefensión, cuya salvaguarda constituye la función fundamental del Magistrado-Presidente. De otro lado, la eventual vulgarización del Derecho Penal como cuerpo doctrinal y jurisprudencial, puede preservarse con la actuación del Magistrado Presidente a través, en primer lugar, de una adecuada formulación del objeto del veredicto y, finalmente, de una correcta instrucción del Jurado sobre “la naturaleza de los hechos sobre los que ha versado la discusión, determinando las circunstancias constitutivas del delito imputado a los acusados y las que se refieran a supuestos de exención o modificación de la responsabilidad”, instrucción cuya trascendencia ha veces no ha sido percibida en su dimensión real. No podemos olvidar, por otra parte, que la existencia de un jurado puro en los sistemas anglosajones no ha llevado consigo una pérdida de garantías procesales sino que, ha contrario, ha contribuido poderosamente a fraguar principios como el acusatorio, de igualdad de partes, de publicidad hoy ya de aceptación universal y a la formación y depuración de un Derecho de la Prueba de que también todos nos hacemos eco. El Jurado sigue teniendo hoy esta función catalizadora de la plena aplicación de los principios procesales constitucionalizados, al tratarse de procesos en los que nada puede darse por supuesto. En este sentido puede percibirse ya que los juicios con jurado están teniendo también una función didáctica para los actores profesionales del proceso.
También ha de señalarse el peligro de modificación del debate procesal para que se introduzcan en él elementos indeseados como la escenificación o el efectismo.
El compromiso que nos corresponde asumir es, pues, que este principio democrático, que está en el origen del jurado, no corra el riesgo de convertirse, paradójicamente, en la negación de otras conquistas democráticas, como son, en especial, el principio de legalidad, el derecho a un juicio con todas las garantías y el derecho a la presunción de inocencia.
Lo que nunca podremos compartir es, en todo caso, que estos riesgos sirvan de excusa para el recelo y – también hay que decirlo – la resistencia pasiva que se está poniendo de manifiesto en la aplicación de la Ley Orgánica del Tribunal del Jurado por parte de un sector importante de profesionales jurídicos y que se traduce en una inaceptable elusión de estos procesos, incluso en quiebra directa y no sólo hipotética, del principio de legalidad.