La reacción del Gobierno ante la confirmación de la sanción de 1.500 euros impuesta al juez Tirado por el llamado “caso Mari Luz” por parte del pleno del CGPJ no puede por menos que calificarse de desafortunada e irresponsable, por desproporcionada e imprudente. El Gobierno está en su derecho de discrepar de la decisión del órgano de gobierno de los jueces, pero expresar su “malestar” de forma tan airada y transformar su discrepancia en una batería de iniciativas en varios frentes (recursos, endurecimiento del régimen disciplinario) es desproporcionado.
En primer lugar, porque si el problema está en que el CGPJ ha errado en la valoración de los hechos, no hay necesidad alguna de reformar el marco legal, al menos no por este caso. Si el Ejecutivo, por contra, considera que el fallo está en la norma y no en los encargados de aplicarla, carece de sentido que trate de agotar las vías legales a través del sistema de recursos, pues la decisión sería conforme a derecho. En segundo lugar, la decisión del Pleno del CGPJ agota la vía administrativa, pero es susceptible de recurso ante el Tribunal Supremo, a quien correspondería revisar la legalidad de la actuación del CGPJ. Desde el punto de vista jurisdiccional el caso no está cerrado y, por ello, impulsar una reforma legal cuando aún no hay pronunciamiento judicial sobre la decisión administrativa es precipitado. En tercer lugar, la indignación mostrada, que tiene mucho de impostura, contribuye muy poco al respeto institucional que se deben recíprocamente los tres poderes del Estado, socavando la confianza de los ciudadanos en el gobierno de la justicia y en el propio sistema judicial.
La reacción del Gobierno obedece a una concepción subordinada y sucursalista del Poder Judicial, y se enmarca en el contexto de las reiteradas injerencias en el órgano de gobierno de los jueces desde su misma constitución.
Cualquier reforma legal debe hacerse con prudencia, pues la ley tiene vocación de permanencia y generalidad afectando, desde su entrada en vigor, a una pluralidad de situaciones futuras. Por ello, legislar al calor de un acontecimiento puntual es un contrasentido, pues pugna con la naturaleza de la ley.
El régimen disciplinario de los jueces, en la medida que puede conllevar sanciones que impliquen la suspensión, el traslado forzoso o la separación definitiva de un juez, está intimamente relacionado con su inamovilidad, que a su vez es garantía de la independencia del Poder Judicial, pilar del Estado Constitucional. Por ello, cualquier reforma legal en la materia, que exige además mayoría reforzada por ser materia propia de ley orgánica, debe ser fruto de un estudio ponderado y sosegado del marco legal actual, así como de la evolución de su aplicación desde su entrada en vigor, analizando las conductas sancionadas para poder llegar a una conclusión lógica y razonada sobre la necesidad o no de la reforma. Todo lo contrario de un pretendida reforma que surge como reacción, a modo de puñetazo en la mesa, ante una decisión no compartida tomada por un órgano constitucional.
Es llamativa y paradójica la premura del Ejecutivo en acometer la reforma del régimen disciplinario en comparación con la secular desatención y dejadez que las reclamaciones para mejorar una Justicia de calidad han venido mereciendo, sobre todo cuando la consecución de estas reivindicaciones a buen seguro redundaría en menos errores judiciales.
Finalmente, desde JpD valoramos que propuestas como la mencionada no ayudan a generar un clima de confianza que permita superar la grave situación de malestar existente en la judicatura. Al contrario, el Ministerio de Justicia debiera centrarse en buscar soluciones a las numerosas demandas que le están siendo formuladas por la carrera judicial y a propiciar un clima de diálogo constructivo con las asociaciones representativas.
Secretariado de Jueces para la Democracia
2 de enero de 2009.