La actual deriva de la política criminal europea en materia de inmigración se asienta en criterios y objetivos que reflejan su raíz xenófoba y su abierta contradicción con los principios propios de los sistemas penales democráticos.
Este anclaje obliga al Grupo de Estudios de Política Criminal a retomar argumentos ya utilizados en el comunicado que, sobre estas cuestiones, hiciera público en enero de 2007. En el se denunciaba cómo una lectura simplificadora y parcial del fenómeno migratorio terminaba por identificar los conceptos de inmigrante y delincuente, legitimando así políticas de estigmatización y exclusión que, en muchos casos, se traducen en actuaciones que rozan el ámbito de los crímenes de lesa humanidad.
Aquella crítica, oportuna entonces, es más necesaria hoy, cuando el Consejo de Ministros italiano decide elevar la inmigración irregular a la categoría de delito; cuando los Ministros de Interior de la UE aprueban una Directiva que reduce a nada el valor libertad –uno de los retóricos pilares sobre los que se asienta la Unión- al permitir el internamiento durante 18 meses de “ilegales”, sin más delito que el de serlo; o cuando la igualitaria Francia proyecta que, durante su presidencia semestral inmediata de la UE, se condicione la estancia de extranjeros en Europa a la suscripción de un contrato obligatorio de integración.
Cierto que, en Italia, Berlusconi ha matizado la bárbara decisión de sus ministros, afirmando, lo que no es menos bárbaro, que la condición de inmigrante será sólo (sic) circunstancia agravante; como lo es que la Eurocámara podrá revisar el plazo máximo de internamiento, pero la heterogeneidad de criterios entre los eurodiputados o la ambigüedad de alguno de sus colectivos –como el de los socialistas españoles- no avala el optimismo; también es cierto que la iluminada pretensión del inmigrante Sarkozy no goza, aún, de aceptación generalizada, aunque sí cuenta con el entusiasta consenso de algunos presidentes de Comunidades Autónomas españolas.
Todo ello dibuja un panorama de expansión de modelos político-criminales de emergencia, que arrancan de Schengen y que son afectuosamente aceptados por las reformas españolas de 2003, especialmente la que se concreta en la actual redacción del art. 318 bis del Código Penal.
En esos modelos, la apelación al peligro que representa una minoría es el pretexto para violar principios elementales en el Estado de Derecho. Mientras las cifras prueban que ese peligro es irreal o irrelevante y que las propias minorías presentadas como peligrosas son sólo fruto de un etiquetaje xenófobo (que en ocasiones se cuelga sobre la espalda de los gitanos, pero en otras, de los “moros”, de los rumanos, de los chinos o de los colombianos), se fomenta una falsa ideología de la seguridad que, en nuestro sistema penal, y como fruto de las reformas legales del año 2003, ha supuesto la negación de principios como el de legalidad, el de lesividad, el de culpabilidad, el de jurisdiccionalidad o el de reinserción.
Los vientos que ahora nos vienen de Europa empujan en esta dirección represiva, que desconoce los orígenes, la naturaleza y los efectos de los fenómenos migratorios. Amén de fomentar el sentimiento de inseguridad, la xenofobia y la insolidaridad. Lo que nos obliga, como Grupo de Estudios de Política Criminal, a recordar a la opinión pública y a los políticos que la representan, que la dignidad de la persona no depende de sus papeles, y mucho menos, la ausencia de éstos, puede ser constitutiva de delito.
Grupo de Estudios de Política Criminal
Jueces para la Democracia