EL PACTO DE ESTADO PARA LA REFORMA DE LA JUSTICIA: esperanza y decepción.
La primavera había traído una buena noticia con la firma del Pacto de Estado para la reforma de la Justicia. Primero los dos grandes partidos, con su acuerdo inicial, luego otros, con su adhesión, habían convenido en que los Juzgados y Tribunales españoles necesitaban una reforma sustancial y concordaban también en las líneas generales de esta reforma.
El Pacto era la síntesis de un largo debate y de múltiples aportaciones en el seno de la sociedad y de los ámbitos judiciales. El Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) había elaborado en 1997 un Libro Blanco de la Justicia, para el que se había oído a Asociaciones de Jueces, de Fiscales y de Secretarios Judiciales, a Sindicatos de Funcionarios, a Colegios Profesionales y al conjunto de la carrera judicial a través de las Salas de Gobierno. Este clima participativo en la elaboración del Libro Blanco se plasmó en su aprobación por consenso en un órgano plural como es el CGPJ.
Existía, pues, una amplia coincidencia en el diagnóstico de todo lo que era necesario reformar en nuestra Justicia para alcanzar los niveles óptimos de independencia, calidad y eficacia exigibles en una sociedad como la española de hoy, que en sucesivas encuestas y barómetros de opinión ha venido mostrando una y otra vez su insatisfacción con el estado actual.
El consenso se extendía también a las medidas que se deberían adoptar para corregir estas insuficiencias. De nuevo el CGPJ y de nuevo en un clima participativo, plasmó estas medidas en 122 Propuestas para la Reforma de la Justicia. Algunas de ellas eran, ciertamente, discutibles; pero todas, en su conjunto, fueron aceptadas como punto de partida de la reforma necesaria.
Sin embargo, este impulso renovador parecía haberse agotado en sí mismo. A ello contribuyó la debilidad política del CGPJ, pero también la propia naturaleza de la mayoría de las propuestas, que sólo podrían llevarse a la práctica mediante modificaciones legislativas que, como tales, escapaban a la competencia del Consejo.
En esta situación, la firma del Pacto de Estado suponía retomar el impulso renovador. Los partidos políticos con representación parlamentaria, en quienes descansa en último término la responsabilidad legislativa, asumieron una parte sustancial de las propuestas del CGPJ, se apartaron de otras, formularon legítimamente sus propios proyectos de reforma y elaboraron un documento de consenso. El Pacto, desde luego, tiene también sus insuficiencias y sus claroscuros y se queda, en muchos aspectos, en meras declaraciones de principio que poco significarán a la hora de su concreción, También tiene algunos aspectos francamente negativos, que Jueces para la Democracia criticó en su momento. Pero, por encima de todo, representaba una gran esperanza: había un gran acuerdo general sobre los problemas que presentaba la Administración de Justicia, sobre la necesidad de corregirlos y, a grandes rasgos, sobre cómo hacerlo. Era por ello un buen punto de partida para que se llevara a cabo la reforma necesaria y con él se estaba transmitiendo a la sociedad el mensaje de que, por fin, esta reforma se iba a acometer.
Como se sabe, uno de los acuerdos a que se llegó se refiere al sistema de nombramiento de los vocales del CGPJ, cuyo mandato expiraba en julio de 2001. La composición del Consejo no era, desde luego, el único acuerdo: ni siquiera era el más importante. Pero sí era, quizás, es más visible. El CGPJ era el único órgano constitucional cuya formación escapaba al consenso y ello se traducía en un cuestionamiento permanente de su legitimidad, que lastraba sus posibilidades de actuación y el peso político que, de otro modo, le hubiera correspondido. Por ello, el acuerdo obtenido sobre el sistema de nombramiento representaba la visibilidad del Pacto de Estado. El sistema elegido era, en sí mismo, un ejemplo de cómo se podrían afrontar lo que se ha dado en llamar cuestiones de Estado: cada uno cediendo parte sus posiciones en aras de una regulación que, seguramente, no satisface por completo a ninguno, pero que tenía la gran virtud de ser aceptado por todos.
Y para completar esta función simbólica de lo que representaba la formación del CGPJ dentro del Pacto, el Gobierno entendió que era imprescindible que el nuevo Consejo se constituyera dentro de plazo, coincidiendo con la expiración del mandato del anterior, a finales de julio, Ello representaría ante los ciudadanos la confirmación de que, esta vez, la reforma iba en serio y que, como muestra de ello, se empezaban a cumplir los plazos, cuando la queja más generalizada sobre la Justicia se centra en la lentitud de Juzgados y Tribunales. Ello obligó a una reforma legislativa concluida batiendo todas las marcas de celeridad y obligó también a que los jueces, sus Asociaciones y el propio CGPJ desplegaran una actividad febril contra el reloj para cumplir a tiempo su parte: la propuesta de candidatos judiciales.
El legislador y los jueces habían cumplido. Pese a ello no se produjo la renovación, para la que incluso se habían previsto plenos extraordinarios del Congreso de los Diputados y del Senado. Dificultades de última hora sobre algún nombre, que al parecer ni siquiera se referían al CGPJ, la impidieron.
Quizás quienes están protagonizando el desacuerdo no sean plenamente conscientes de que precisamente por esta visibilidad de la formación del CGPJ, por su condición simbólica, el impasse actual sobre el nombramiento de sus miembros está erosionando seriamente la credibilidad del Pacto y arrojando sombras sobre la auténtica voluntad de sus firmantes de afrontar la reforma de la Justicia en el clima de consenso necesario para las cuestiones de Estado, que no pueden estar sujetas a continuar modificaciones al albur de cada cambio de mayoría parlamentaria. La formación de un nuevo CGPJ representaba también una especie de “pistoletazo de salida” de las reformas, de las que no puede quedar al margen el órgano de gobierno del poder judicial.
Lo que ha sucedido es, además, especialmente preocupante. Tras el anuncio del gran consenso y las esperanzas que había generado, en la primera ocasión de ponerlo en práctica todo salta por los aires y lo hace, encima, –al menos, así aparece ante la opinión pública– por un “quítame allá esas pajas”, por no ser capaces de ponerse de acuerdo en los flecos. Y si cupiera una imagen aún más negativa, resulta que el obstáculo para la renovación del CGPJ deriva, a lo que parece, del desacuerdo surgido sobre los “perfiles” no de sus vocales, sino de alguna persona concreta propuesta para un órgano distinto, que aparece así como el verdaderamente importante para los partidos políticos y respecto del cual nada menos que el órgano de gobierno del poder judicial queda relegado al triste papel secundario de moneda de cambio. Desde luego, si lo que pretendía era dar la imagen de que el estado de cosas en la Justicia iba a empezar a cambiar, difícilmente se podía haber hecho peor.
¿Qué queda, entonces?. Pues, obviamente, la necesidad de recuperar cuanto antes el clima de entendimiento que posibilitó la firma del Pacto de Estado. Vencido ya el mandato del actual Consejo, con los vocales actuales “con las maletas hechas”, incapacitados para cualquier proyecto de futuro, y con los vocales anunciados que no saben si llegarán a serlo, incapaces también por ello de elaborar programa alguno, el CGPJ y, con él, el propio Pacto no hará sino deteriorarse un poco más cada día que pase.
Urge, en suma, volver al camino que se había empezado a andar, lo que pasa, en primer lugar, por desvincular el nombramiento del CGPJ de los problemas que puedan existir en la composición de otros órganos constitucionales, por poner en marcha las Comisiones previstas en el Pacto de Estado y por retomar de inmediato el trabajo de concreción y ejecución de las medidas de reforma.
No parece excesivo señalar que, cuando se ha generado una gran esperanza entre los ciudadanos, difícil será que éstos, si la esperanza se frustra, no acaben pasando factura a quienes descubran como responsables del desaguisado.
Sevilla, 24 de septiembre de 2001
Miguel Carmona Ruano
Magistrado
Portavoz de JUECES PARA LA DEMOCRACIA