Los Estados que procuran una justificación democrática a su propia existencia deben partir de los derechos fundamentales de la ciudadanía como principal fuente de legitimación, así como de la protección y promoción de la participación política y social de aquélla en sus diversas formas de manifestación. La autoridad que pueden y deben ejercer las diversas estructuras estatales, singularmente las que tienen como función la tutela de la seguridad ciudadana, es instrumental a aquellas fuentes de legitimidad y no puede constituir un valor en sí mismo. El propio concepto de seguridad pública debe ser tributario de una concepción democrática que no confunda la paz pública con el simple orden de la calle y la pasividad social. Ello exige que la protección del orden público esté articulada con fundamento en esa visión democrática de la autoridad estatal. El alcance, y fundamento que se quiera dar a la autoridad ejercida por el Estado, así como la naturaleza que se otorgue al espacio público, como espacio de convivencia democrática, definen necesariamente el contenido de la política criminal que se desarrolle en un determinado momento. En los últimos tiempos asistimos a un reforzamiento de las visiones más autoritarias del Estado que, desprovisto por la ola neoliberal de sus funciones prestacionales, procura, en una exacerbación de la percepción de los peligros actuales, una fuente de legitimación falaz para un reforzamiento de un principio de autoridad más securitario que democrático.