La densa nube parda que levantaron, en su caída, las Torres Gemelas, y que se vio avanzar, como un inquietante coloso goyesco, por las calles neoyorquinas, resultó ser una perfecta imagen simbólica del nuevo orden emergido el malhadado 11 de septiembre del 2001, aunque sus raíces sean, ciertamente, mucho más profundas.

Quedó, desde entonces, muy claro (disipando el resto de duda que pudiera restar tras la crisis de la Guerra del Golfo) la organización imperial de nuestro planeta. A la hegemonía política y militar  incontestable e incontro­lada de los Estados Unidos de América se corresponde la globalización de la Economía y la generalización de lo que se ha dado en llamar muy expresiva­mente pensamiento único. El diagnóstico del fin de la Historia no quiere tener un tinte apocalíptico sino ser pura y simplemente el anuncio del establecimien­to de una  nueva y definitiva era.

El modelo de organización social se está construyendo, en términos radicalmente maniqueos de enfrentamiento entre el Bien y el Mal, sobre la base de una interesada confusión entre la condición de víctima de un incalificable ataque múltiple terrorista y el derecho a defenderse de la agresión, por un lado, y la santificación de los valores, ideales e intereses de la Nación atacada, por otro. Cuestionar la legitimidad del modo en que se ejerce la defensa o  las bases sociales, económicas e ideológicas del agredido es objeto de un enérgico rechazo como subversiva connivencia con las fuerzas del Mal.

No es de extrañar que el papel reservado a la Justicia y al Derecho en este nuevo orden sea muy modesto. El desplome de las emblemáticas torres resquebrajó los cimientos de un edificio de racionalidad garantista construído trabajosamente en el último cuarto del pasado milenio.

El Prólogo de Irene Khan al Informe de Amnesty International para el año 2001 comienza con estas reveladoras palabras: “… “El papel que ustedes desempeñaban se ha venido abajo junto con las Torres Gemelas de Nueva York.” Esta aplastante afirmación de un alto cargo gubernamental a un grupo de delegados de Amnistía Internacional resume el reto que afronta el movimiento de derechos humanos tras los acontecimientos del 11 de septiembre del 2001. ¿Es cierto que los atentados cometidos en Estados Unidos y la reacción que suscitaron en los gobiernos y la opinión pública convierten a los derechos humanos y su defensa en algo irrelevante? ¿Ha traído la “guerra contra el terrorismo” un cambio significativo en la obligación y el interés de los Estados de respetar los derechos humanos y el derecho internacional humanitario? …”.

Obviamente, España no podía ser ajena a esta conmoción internacional, y lo ocurrido el 11 de septiembre en los Estados Unidos de América precipitó un proceso que venía gestándose desde antes, y que singulariza el caso español.

 

La crisis de las garantías.

En los últimos meses se ha dado una voz de alarma ante el incremento cuantitativo y cualitativo de la criminalidad.

Lo que debiera ser un análisis riguroso de los factores que lo determinan se ve sustituido por la enunciación de un repertorio de lugares comunes que evitan sus aspectos más incómodos.

Por supuesto, no se plantea que el modelo socioeconómico pueda resultar un factor criminógeno más puesto que -y ésta es la primera perversión metodológica- se parte de él como de un dogma intocable. Incluso la alusión a la debilidad de los valores morales es puramente retórica, de modo que no implica una ponderación de la influencia que puedan tener los esquemas mentales que genera el mismo sistema de organización económica y social.

La propuesta de inflexibilidad en la lucha contra la delincuencia (simbolizada por los arquetipos diabólicos del terrorismo y el narcotráfico),  quedó sintetizada en el lema “tolerancia cero”, agitado como banderín de enganche de capas cada vez mayores de población, tan alarmada como desinformada.

Con las Torres Gemelas también el ideal de la intervención penal mínima y del garantismo procesal amenaza con venirse abajo.

Hay síntomas alarmantes de ello.

La digestión, sin aparente resistencia, de la práctica de las ejecuciones (eufemismo de lo que son asesinatos impunes) de enemigos políticos acaso sea el más llamativo de una degradación ética que incluye el trato dado a las personas capturadas en Afganistán y actualmente prisioneras en la base norteamericana de Guantánamo, aparentemente caídas en el más absoluto de los olvidos, sin que nadie se preocupe por su situación personal y legal; esta última, por cierto, pendiente de clarificar.

Sin llegar a estos extremos, no es difícil comprobar un cierto descrédito del pensamiento garantista. Las garantías -se argumenta ya sin disimulo- favorecen a las fuerzas del Mal, contra las que hay que actuar rápida y enérgicamente; y, en definitiva, las gentes de bien no tienen nada que temer.

Esta concepción del mundo se cuela a diario por las grietas más impensadas.

Tras la alarma provocada por la fuga de una persona acusada de delito de narcotráfico, las críticas contra los Magistrados de la Sección Cuarta de la Audiencia Nacional abundaron en la (relativa) frecuencia con que, por supuestos escrúpulos garantistas, habían dejado sin efecto actuaciones del Juzgado Central de Instrucción cuyas resoluciones revisaban, debilitando, de este modo, la eficacia de su lucha contra los dos delitos por excelencia, el terrorismo y el narcotráfico.

Y, cuando una Sección de la Sala Segunda del Tribunal Supremo, decidió no admitir a trámite la querella interpuesta contra Arnaldo Otegi,  un conocido columnista hablaba, sin rebozo, del “tonto garantismo judicial”, mientras altas instancias políticas (desde el Presidente del Gobierno a un Vocal del Consejo del Poder Judicial)  falseaban -por ignorancia o por interés- el verdadero alcance de la resolución (valorar si la exaltación del terrorismo o la denigración de sus víctimas tenían entidad suficiente para justificar la extensión extraterritorial de los órganos jurisdiccionales españoles), explotando, de pasada, el sentimiento de solidaridad que despiertan las víctimas de la barbarie terrorista.

En la misma línea, un destacado político criticaba una determina­da actuación judicial enfatizando el disgusto que había causado en los funcionarios policiales, revelando su concepción del papel relativo que, en su inconsciente, asignaba a Jueces y Policías.

En este clima, no podrá sorprender que los proyectos de reforma procesal penal giren en torno a la eficacia fulminante de la criminalización secundaria, asegurando a los ciudadanos que, en muy corto plazo, los delincuentes (habrá  que añadir: cuando sean irrevocablemente declarados culpables) recibirán su castigo con prontitud y en beneficio del aumento de la seguridad colectiva. Esta aspiración, por supuesto, no merece sino elogios, pero no puede implicar el sacrificio del nivel de garantismo que aparece consagrado por la vigente Constitución Española.

 

La confianza ciega en la respuesta penal.

Tras la Segunda Guerra Mundial se extendió un ideal de Política Criminal que proponía -en juego de palabras tantas veces reproducido- idear no un Derecho Penal mejor, sino algo mejor que el Derecho Penal.

Actualmente se ha sustituido por la confianza ciega en el poder taumatúrgico de la respuestas penal. Mientras es patente la crisis del Estado asistencial (Etat asistence) emerge, poderoso, el modelo de Estado punitivo (Etat pénitence).

Por supuesto, así se piensa a propósito del terrorismo y del narcotráfico, pero también de las agresiones sexuales o de la violencia en el seno de la familia.

La delincuencia socioeconómica y la corrupción deberían incluirse con la misma razón en el capítulo de preocupaciones preferentes, sin embargo los delitos de cuello blanco reciben un tratamiento cualitativamente distinto (más comprensi­vo; más inconsciente o interesadamente indiferente a su capacidad de retroalimentar la otra delincuencia, tradicional, más conmovedora), y se tiene la fundada sensación de que sólo llegan al conocimiento de la opinión pública cuando se producen desajustes en los equilibrios de fuerzas dominantes y su divulgación (y eventual judicialización, con éxito muy incierto) constituye un arma más en la lucha por el Poder.

En realidad, sin embargo, en estos terrenos tan explicablemente preocupantes (terrorismo, narcotráfico) el Derecho Penal se ha mostrado especialmente ineficaz, sin duda porque esas formas de delincuencia hunden sus raíces en déficits estructurales (culturales, sociales, económicos, políticos) que siguen intocados.

Estas consideraciones, por cierto, deberían aconsejar una gran prudencia a la hora de colocar fuera de la legalidad a determinadas organiza­ciones políticas a las que se señala como continuación de otras, claramente delictivas, de carácter terrorista.

No se trata sólo de evitar tras pasar la tenue línea divisoria que separa la estigmatización de las ideas y la represión de los hechos. Hay una atendible razón práctica: evitar los riesgos del efecto del retroceso o movimien­to de boomerang. La experiencia enseña que, cuando una patología social se encuentra respaldada por un sector relevante de población, la amenaza penal o la ilegalización pueden producir un efecto victimizador que no sólo no ataje el problema sino que actúe como factor reafirmador y propagandístico de la organización ilegalizada.

 

El tratamiento de los movimientos migratorios.

El creciente flujo de población inmigrante está cambiando no sólo el cedazo social sino las actitudes de los países receptores, pertenecientes a las áreas económicamente más desarrolladas.

También, en este caso, los factores determinantes son muchos y heterogéneos, y es patente que el fenómeno ha emergido súbitamente, sorprendiendo a las sociedades afectadas sin que tuvieran preparada una respuesta adecuada.

Una vez más, la actuación represiva y la resistencia a asumir la realidad han producido efectos negativos.

Los criminólogos más lúcidos han insistido en que la condena de los recién llegados a la clandestinidad y su consecuente marginación favorece su explotación económica en la economía sumergida (no se atreven a protestar) y la caída en la delincuencia.

La ocultación de esta realidad conduce a la identificación entre inmigración y delincuencia, que en ocasiones llega a ser muy explícita: desde la “sutil” difusión acrítica de las estadísticas de población penitenciaria, hasta las mas burdas manifestaciones públicas en dicho sentido; con lo que parece haberse acuñado con éxito el binomio inmigración-delincuencia, como mensaje habitual que se lanza irresponsablemente desde los poderes públicos, y que es recogido sin más análisis y trasladado a la ciudadanía por los medios de comunicación.

Se afianza en las sociedades desarrolladas la convicción de que su cultura, su economía y su seguridad están siendo puestas en peligro por estos movimien­tos migratorios. Esa convicción es el mejor caldo de cultivo  de actitudes xenófobas y de ideologías de corte claramente autoritario que ya han proporcionado más de un sobresalto en la Unión Europea.

La Historia enseña que estas corrientes migratorias se han producido siempre que determinadas condiciones sociales y económicas de los países de origen impulsan a buscar desesperadamente nuevos horizontes. Mientras en tantos lugares del Tercer Mundo persista la pobreza, la incultura y la violencia estructural, patrocinadas precisamente por las sociedades opulentas, las facilidades actuales de movilidad demográfica  permiten predecir que la creciente migratoria seguirá en aumento.

Es precisa una doble acción, interna, de regularización y adaptación (por supuesto, recíproca), e internacional, operando sobre las causas que incitan a la emigración en los países de origen. Ahí se debiera actuar, pero hay demasiado interés en mantener su actual estado.

 

El agitado mundo del Derecho.

No soplan, sin duda, buenos vientos sobre las velas del Derecho.

La imperialización de la política internacional ha traído, como consecuencia, un retroceso a los tiempos del peligroso estado de naturaleza hobbesiano, que la Organización de las Naciones Unidas se está viendo incapaz de manejar. Las relaciones entre Estados se han vuelto a regular sobre la base de la ley del más fuerte, adobada ideológicamente, después; falseando, si es preciso, la realidad, para adquirir visos de legitimidad.

Si se abrigó alguna esperanza de exigir cuentas a los responsa­bles de crímenes desde el Poder, el desprecio mostrado por los Estados bajo sospecha pertenecientes a la órbita del Bien por la creación y funcionamiento del Tribunal Penal Internacional deja a éste el desairado papel de represor de tiranuelos de segunda fila o de viejos dictadores caídos en desgracia de sus  antes valedores.

 

La fractura partidista de la Justicia.

El panorama español no es, desde luego, excesivamente esperanzador.

El funcionamiento del último Consejo General del Poder Judicial ha escandalizado comprensiblemente no ya a cuantos se mueven en el mundo forense, sino a la opinión pública, que ve, desagradablemente sorprendida, cómo se suceden enfrentamientos entre dos grupos aparentemente irreconci­liables de Vocales, de acuerdo con el origen partidista de su designación.

La situación presente no es, desde luego, otra cosa que el último acto de un drama que se viene representando desde el momento en que se decidió desoír las recomendaciones del Tribunal Constitucio­nal, quien consciente de los peligros del sistema elegido, alertó para que no se traspusieran al órgano de gobierno del Poder Judicial estrategias propias del Estado de partidos.   Las reuniones del Consejo han venido reproduciendo, en versión de cámara, la misma música que interpretaba, como sinfonía, la orquesta parlamentaria.  Así que la fractura actual no es sustancial­mente distinta de la que se produjo en otras ocasiones, diferenciándose únicamente por la grosería del tono de las discusiones y el uso prepotente de la razón de la mayoría (“¡vae victis!”) y por el abandono del papel arbitral del Presidente, siempre dispuesto a acudir en su apoyo en caso de necesidad.

Una de las características más chocantes del comportamiento de los dos bandos en trinchera es la recíproca acusación de clientelismo partidista. Cada uno de ellos imputa al otro seguir servilmente los dictados del partido que los avala, o, aún más simplemente, de tomar las decisiones de acuerdo con lo que se calcula más provechoso a sus intereses. En el caso de los vocales designados por el Partido Popular, se bordea, si no se entra de lleno, en una especie de limpieza ideológica de la Carrera Judicial, con hallazgos lingüísticos tan logrados como la referencia al “chiringuito”, delicioso acto fallido que deja al descubierto su propia concepción patrimonialista del cargo que ostentan.

La partidización del órgano de gobierno -y esto es aún peor- ha ido permeando progresivamente el resto de la pirámide judicial, generando una creciente desconfianza de la opinión pública en la imparcialidad de sus Jueces al paso que se extiende, entre éstos, la incómoda sensación de que la capacidad y el trabajo profesional cuentan cada vez menos.

La posición que en determinadas ocasiones ha mantenido el grupo progresista del Consejo solo puede explicarse en clave de rehenes del “Pacto de Estado sobre la Justicia”, del que tampoco nadie parece saber bien cual es su verdadero contenido, y cuya naturaleza se ha ido desvirtuando considerablemente con el tiempo, transformándose, más que nada, en un instrumento de imposición a la minoría de los postulados de la mayoría.

 

Un indulto polémico.

El último episodio de estos rifirrafes de corrala se produjo con motivo de la ejecución del indulto concedido por el Gobierno a Don Javier Gómez de Liaño, uno más de la legión de los concedidos (con espíritu dudosamente constitucional, dada la prohibición de indultos generales) para conmemorar (según deslizó el Ministro de Justicia) el Jubileo Romano.

Lo que debió haber sido un simple ejemplo de debate técnico jurídico, se vio sustituido por consideraciones de la más cruda oportunidad política.

Sería conveniente reflexionar -más allá del caso concreto- sobre la inaplazabilidad de la reforma del régimen jurídico regulador del ejercicio de la gracia de indulto. Es, ésta, materia pendiente de revisión, porque la pretensión de reducir a la Corona a una institución simbólica en un régimen político basado en la Soberanía Popular, ha llevado a poner ese ejercicio en manos del Poder más tentado de su utilización por razones propagandísticas o de oportunidad partidista. Para colmo, una reforma de atormentada constitucionalidad (dada la proscripción de la arbitrariedad de los Poderes Públicos) suprimió la prudente exigencia anterior de motivación de la decisión gubernamental, única garantía de uso racional del privilegio.

 

El Ministerio Fiscal.

Acaso sea una de las instituciones que está demandando un cambio más profundo, sin detenerse si implica una reforma parcial de la Constitución.

El Ministerio Fiscal no puede seguir siendo la correa de transmisión del Gobierno de turno, porque su poder de instar la acción de la Justicia, sobre todo de la penal, es realmente formidable. Dada la excepcionali­dad del ejercicio de la acusación particular y de la popular -tan susceptible de ejercicio desviado- él tiene la llave que abre la puerta del proceso penal, y, con él, de la persecución de las infracciones penales, condicionando de este modo la efectividad de los mecanismos de criminalización secundaria.

Al contrario, si defiende la causa de la Sociedad, debiera conectar al máximo con ella, lo que debiera suponer un estatuto especial -la figura del Defensor del Pueblo pudiera servir de fuente de inspiración- que sustituyera la relación con el Gobierno por otra que lo vinculase con una mayoría parlamentaria reforzada.

 

Tiempo de cambio para el retroceso.

Consciente de lo que representa la mayoría absoluta, el Partido Popular se ha embarcado en una política de reforma legislativa tan frenética  como discutible.

Las propuestas de modificación de las Leyes Orgánica del Poder Judicial y de Enjuiciamiento Criminal resultan realmente alarmantes, por su filosofía de fondo y por su paupérrima técnica jurídica, dejando aparte algunas innovaciones positivas que, por otra parte, eran moneda común en la bibliografía especializada.

De nuevo se idea un sistema de aceleración de los juicios penales, ahora basado en el robustecimiento del papel del aparato policial en la fase inicial de investigación, hasta el punto de condicionar peligrosamente la actuación de los órganos jurisdiccionales. De nuevo también las reformas no van acompañadas de las normas de ejecución que permitan las Leyes en el papel se conviertan en Leyes en acción. Una vez promulgadas, será fácil culpar al aparato judicial de falta de voluntad para hacerlas realidad. No será la primera vez … ni la última.

El diseño de Poder Judicial que se trasluce en su Ley Orgánica se acerca más al modelo político franquista de la unidad de Poder y coordinación de funciones que al delicado equilibrio diseñado por la vigente Constitución Española. El Consejo General del Poder Judicial -signo de los tiempos- se convierte en presidencialista mientras el estatuto del Juez desciende a detalles tan esperpénticos como la exigencia de un determinado atuendo o la penalización de un concepto jurídico tan indeterminado y peligroso como la conducta inadecuada. Inquieta pensar cómo pueden ser formados, en el futuro, los alumnos de la Escuela Judicial.

¿Son éstos los contenidos del Pacto de Estado sobre la Justicia?

 

Entre la complicidad y el compromiso.

El Observatorio de Libertades llama al conjunto de los asociados de  Jueces para la Democracia para que no sigan guardando por más tiempo silencio ante este panorama.

Sin duda ha de dejarse el necesario para meditar autocríticamente hasta qué punto pudo contribuir a su gestación cuando la nave asociativa avanzaba viento en popa; pero ello no puede suponer dejar de denunciar una situación que amenaza con deteriorarse progresivamente.

La asociación fue heredera de un movimiento lleno de vida, que creía en opciones de libertad, de igualdad, de participación democrática, de progreso y de justicia social. Lentamente se fueron dejando de lado con el pretexto de acomodarse a la realidad cambiante que, en último término, significaba la aceptación resignada (y, en muchas ocasiones, bien recompen­sada) de actitudes cada vez más conservadoras.

La debilidad de la izquierda judicial (incluso la vergüenza de definirse de este modo) provocó paradójicamente su desprestigio. Fue acusada de traicionar sus más profundas convicciones; no ganó la confianza de nuevas capas populares y desencantó a sus propias bases. Dejó expedito el camino para el triunfo de la derecho. Triunfó. Llegó su turno. Lo sabe y lo aprovecha.

Es la hora de ponerse a trabajar; de imaginar soluciones creativas y viables; de seguir construyendo la Sociedad como se quiso en los momentos más ilusionados de entusiasmo popular; de participar con coraje y sin vergüenza en tantos debates abiertos en que el pensamiento progresista se bate en retirada; de elegir, en fin, si se ha de ser cómplice de un estado de cosas tan frustrante, a cambio de obtener de él el máximo beneficio (que es bien poco para la mayoría), o asumir ante el Pueblo, que es el titular del Poder Judicial que ejercemos Jueces y Magistrados, el compromiso de la acción.

Vigo, veintiuno de Junio de dos mil dos.