Introducción: Dios, el gallego y su casa

Cuenta la leyenda que cuando Dios estaba creando el mundo, ya agotado por la laboriosa tarea, se apoyó en su mano para descansar. Sin darse cuenta había dejado impresos sus dedos en una tierra del extremo occidental de una península; por efecto de aquella divina huella las aguas comenzaron a entrar, provocando un prodigioso encuentro entre la tierra y el mar que la había fecundado. Y se dice que entonces tomó cariño a aquel lugar que empezó a colmar de riquezas: le concedió fertilidad, abundancia de agua, un paisaje bellísimo y un mar repleto de todas las especies… Pero, al parecer, ya en los primeros tiempos de la Creación había asesores (como tertulianos), consejeros y otras clases de envidiosos que empezaron a protestar por el trato privilegiado que el Creador estaba dando a aquella tierra. Un poco abrumado por las críticas hubo de ceder ante las presiones y, para tranquilizar a tanto opositor a su tarea creadora, les dijo:

  • Está bien, no se preocupen más, les dijo: ahí voy a poner a los gallegos

Y así lo hizo. Nunca sabremos si se excedió en los dones o en el castigo.

Sirva esta fabulación sobre el proceso creador del mundo (en su versión más fabulosa) para poner de manifiesto la importancia del factor humano en Galicia –que, en el Urbanismo, como enseguida veremos, tiene una influencia decisiva-, y su permanente contradicción con el (privilegiado) entorno que le acoge. Existe en Galicia una creencia generalizada de que la naturaleza es invencible, que ella, por si misma, es capaz de regenerarse y de restaurar cualquier agresión. No era infrecuente, por ejemplo, oír durante la crisis del Prestige a los habitantes (bueno, a algunos, pero muchos en cualquier caso) de las zonas más afectadas decir aquello de iso lévao todo a mar [eso se lo llevará todo el mar]  

Por otra parte, el espacio vital primario –la casa- no goza del aprecio de las gentes, especialmente en el medio rural; y ello porque cede en la escala de valores frente a la tierra, que, al fin y al cabo, es la que produce, y, por supuesto, ante los animales, cuyo bienestar goza de absoluta preferencia (Se cuenta la anécdota de aquel ganadero que al llegar a su casa le dijeron que había tenido un hijo; a la feliz noticia contestó: ¿xantaron as vacas? [¿comieron las vacas?]. Lo peor vino cuando le dijeron que aquel día su mujer no les había podido dar de comer). Y queda así la casa reducida a un espacio sin alma, sin utilidad, porque no es “productiva”, y a la que sólo se le exige cierta resistencia en sus paredes y techo, sin que esa exigencia alcance ni siquiera a las ventanas, generalmente descuadradas y con los cristales, cuando los hay, rotos o mal colocados; y es curiosa la resistencia a poner calefacción en las casas (y en las tiendas, y en general en los lugares de trabajo o establecimientos abiertos al público), y a utilizarla cuando se tiene, lo que obedece a un firme convencimiento general de que aquí non fai frío.

No es ajena la zona de las Rías Baixas ni a los privilegios paisajísticos ni a los demás que se mencionaron, y, desde luego, no es en absoluto ajena al desprecio por el entorno y al descuido en las construcciones y a la falta de respeto a la naturaleza y a la tradición. Se puede afirmar que, por lo que al Urbanismo se refiere, en las Rías Baixas, se dan la mano, como el mar y la tierra, el feísmo y la impunidad.

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