El marco de referencia que permite abordar el tratamiento  de la enfermedad mental debe reposar sobre  estas tres ideas básicas que, de forma concisa  y exacta, expone el profesor Bercovitz: «…en primer  lugar, el enfermo mental es un ciudadano; en  segundo lugar, un ciudadano enfermo; y, en tercer  lugar, un ciudadano aquejado de un tipo de enfermedad  peculiar…».

La imagen colectiva tópica del enfermo mental lo  presenta, en cambio, por encima de todo, incluso de  su condición de enfermo, como un ser improductivo  y peligroso. La realización eventual de una conducta  definida como infracción penal no hace otra cosa  que ratificar ese sombrío pronóstico inicial. La Ley  Orgánica 8/1983, de 25 de junio, de Reforma Urgente  y Parcial del Código Penal derogó la asimilación  -vigente desde 1848- entre «’00 los dueños de animales  feroces o dañinos que los dejaren sueltos o  en disposición de causar mal…» y » … los encargados  de la guardia y custodia de un enajenado que  le dejasen vagar por las calles o sitios públicos sin  la debida vigilancia …». Hay razones para dudar que  se haya borrado no sólo de la opinión pública, sino  de sectores, más o menos amplios, de la Medicina  y del Derecho.

Hace algunos años, el profesor Castilla del Pino  escribía: «…En la práctica psiquiátrica, cristalizada  bajo la forma institucional, todavía el loco es vivido  como aquél que en virtud de su alienación (psiquiátrica)  deviene un alienado social. Nunca mejor aplicado  el término cosificación (reificación) para el tratamiento  del loco…». Ingresando en una institución  totalizadora, como es el manicomio, resulta alarmante, continúa, » … la desprotección jurídica lograda  tras la reclusión».

El enfermo recluido carece, en muchas ocasiones,  incluso de objetos personales, de dinero, se ve obligado  a recurrir a actitudes humillantes para la satisfacción  de mínimas necesidades, como pueden ser  libros y revistas actuales, cigarrillos, etc. No toma  parte en lo que concierne a su tratamiento…»; y concluye: «…Sobrecoge el uso que puede hacerse de  una persona cuando, merced a sus circunstancias,  llega a ser considerada una cosa sobre la cual cualquier  componente del estamento sanatorial puede  ejercer la autoridad más arbitraria …»

Cuando el enfermo mental ha perpetrado una acción  tipificada como delictiva, se considera demostrada  su peligrosidad, legitimando la adopción de  medidas de seguridad, cuyo arquetipo es el internamiento  manicomial»; el «pararrayos» con que la sociedad  -en’ plástica expresión de Pacheco- se  protege frente a predecibles futuras «tormentas» desencadenadas  por el «enajenado».

En buena lógica, si el peligro deriva de la enfermedad,  ninguna medida asegurativa mejor que su  tratamiento. Parece, empero, que la Sociedad se resiste  a ver en el enfermo mental que ha cometido  «…un hecho que la Ley sancionare como delito…»  (en palabras del párrafo 2.0 del núm. 1.0 del arto 8.0  del Código Penal) un «enfermo», necesitado de  asistencia médica, y no un «delincuente» merecedor  de una «pena». Por eso, seguramente, su tratamiento  ha venido ofreciendo marcados perfiles punitivos,  girando en torno al internamiento como instrumento  de inocuización.

La Exposición de Motivos del Decreto de 3 de julio  de 1931, que reguló, durante más de medio siglo,  el internamiento de los enfermos mentales, reconocía  paladinamente que los manicomios son «…  prisiones más que propias clínicas médicas …». El  manicomio judicial lo es doblemente y el enajenado  que delinque -escribe recientemente el profesor  Terradillos- es objeto de un doble proceso estigmatizador,  que lo define como el desviado por  excelencia.

Las conclusiones del informe presentado por la  Asociación Española de Neuropsiquiatría sobre el  Centro Asistencial Psiquiátrico Penitenciario de Carabanchel,  en Madrid, es acabada expresión de lo  expuesto. Se trata, lisa y llanamente, de una «cárcel  para locos».

I. SITUACION DEL CENTRO PENITENCIARIO ESPECIAL PSIQUIATRICO DE MADRID

En el Informe se recogen datos que, por ser ciertos,  entrañan un deficiente cumplimiento de funciones  por parte del personal adscrito al Centro o relacionado  con él. Sería recomendable hacer llegar el  texto al Consejo General del Poder Judicial y al Ministerio  de Justicia, titulares de las potestades inspectora  y disciplinaria precisas para investigar y  corregir posibles abusos y negligencias.

Es alarmante el capítulo dedicado a la extracción  y funciones de los «enfermeros». No se descarta la  presencia de penados de régimen común en diferentes  destinos del Centro. En ningún caso, no obstante,  debe permitirse que desempeñen tareas que  exijan una cualificación profesional de la que carecen.  Debe procederse de inmediato a su sustitución  por personal especializado.

rge esclarecer los criterios de utilización y condiciones  de funcionamiento, del denominado «Pabellón  de Agitados». Asimismo, sería muy conveniente  que los órganos responsables del Centro expusieran  los principios orientadores de la práctica asistencial  desarrollada en el establecimiento, informando  de los resultados con ella obtenidos.

II. ALTERNATIVAS A LA EXISTENCIA DEL CENTRO PENITENCIARIO ESPECIAL PSIQUIATRICO DE  MADRID

Las razones de quienes patrocinan la desaparición  de los «manicomios judiciales» parecen atendibles.  Obviamente, no se trata de sustituirlos por secciones  especiales dentro de los establecimientos ordinarios,  sino pura y simplemente de tratar al enfermo  mental que ha ejecutado un hecho definido como  delito, no como «delincuente» (que no es), sino  como al «enfermo» que es. Sus antecedentes de-  58  terminarán el régimen de vigilancia que sobre el interno  habrá de ejercerse dentro del centro manicomial,  en consideración a su efectiva peligrosidad.

Ningún obstáculo legal impediría la desaparición  del Centro Especial Psiquiátrico madrileño (ni de  cualesquiera otros de igual naturaleza). El párrafo  segundo del n.º 1.º del arto 8.° del Código Penal se  limita a prever que el internamiento, caso de ser  acordado, se llevará a efecto «…en uno de los establecimientos  destinados a los enfermos de aquella  clase…». En su literalidad, cabría incluso interpretar  que alude a los centros asistenciales comunes.

La alternativa propuesta, a saber, la permanencia  en una sección de enfermería habilitada en la propia  cárcel, con atención por Equipos de Salud Mental  Territoriales, seguiría apareciendo como equivalente  a la instauración de «manicomios dentro de la  cárcel». Podría resultar negativa, lo mismo para el  funcionamiento de las secciones comunes del Centro  como para el tratamiento del enfermo.

El párrafo tercero del n.º 1.º del arto 8.° del Código  Penal enumera una serie de medidas sustitutorias  del internamiento. Pese a lo que pudiera sugerir una  literalidad enturbiada por la técnica de la reforma legislativa,  se comparte la interpretación propugnada  por el profesor Terradillos: el internamiento no se  contempla como medida principal y, el resto, como  vicariales, sino que todas ellas constituyen un elenco  dentro del cual puede elegir la más conveniente  el juzgador. Los parámetros serán: la peligrosidad  del enfermo, evaluada caso por caso, y las exigencias  del tratamiento curativo. Los órganos jurisdiccionales  deberán esforzarse por evitar que el «…  celo por la causa de la sociedad…» (contra el que  ya les prevenía la Exposición de Motivos de la Ley  de Enjuiciamiento Criminal) les haga olvidar que se  encuentran, ante todo, frente a «enfermos»; de  modo que la más eficaz medida de seguridad consistirá  en garantizar el tratamiento asistencial más  idóneo, a fin de lograr la curación de la enfermedad,  factor generador de la peligrosidad.

A la luz de estos principios, cobran singular relieve  las medidas de sumisión a tratamiento ambulatorio  y de presentación mensual o quincenal del enajenado  ante el Juzgado o Tribunal sentenciador. Los  especialistas -ahí están las observaciones de los  profesores Stratenwerth y Vasalli- han puesto de  manifiesto cómo el tratamiento ambulatorio permite  armonizar el máximo de eficacia terapéutica con el  mínimo de restricciones de la libertad personal; sin  que el tratamiento curativo coarte innecesariamente  otros derechos (a la intimidad, a la vida familiar, al  trabajo, al pleno desarrollo de la personalidad …).

El internamiento deberá resultar, pues, fundamentado  como único recurso, por insuficiencia de otros  métodos menos gravosos para la: libertad del enfermo.  De otro modo, la medida no estaría «… orientada  hacia la reeducación y reinserción social.» del  mismo (como reclama el arto 25.2 de nuestra vigente  Constitución), sino a la satisfacción de difusos  sentimientos de inseguridad colectiva y podría caer  bajo la proscripción constitucional de los tratos inhumanos  y degradantes.

En caso de internamiento, deberá partirse, como  regla general, de que el enfermo es titular del haz  de derechos que define el estatuto del interno, de  conformidad con la Ley y Reglamento Penitenciarios.  No han de admitirse más excepciones que las  necesariamente impuestas por «…la finalidad asistencial…» y los Jueces de Vigilancia deberán controlar  escrupulosamente el establecimiento de estas  excepciones, teniendo en cuenta las circunstancias  de cada caso particular.

Porque se trata de «enfermos» (aunque sea una  categoría muy peculiar de ellos) les serán de aplicación  los criterios consagrados en la «Carta de los derechos  y deberes del paciente», propuesta por el  Instituto Nacional de la Salud.

No puede continuar dominando la práctica manicomial  y la presuposición de que «…el loco, en virtud  de su sinrazón, aunque sea en parte, es visto  como carente de razón en todo…», como advertía el  profesor Castilla del Pino. Por eso, la excepción consagrada  en los puntos 5 y 6 de la «Carta» al derecho  a la elección y negativa al tratamiento habrá de  interpretarse restrictivamente, tomando en consideración  el grado de incapacidad de autodetermina-  59  ción (que no tiene por qué ser absoluta en cada  caso) y la intervención, en su caso, de los representantes  legales del enfermo.

Tras la reforma operada por la Ley Orgánica  8/1983, los órganos jurisdiccionales que, en su  momento, acordaron el internamiento, deberían  -de oficio o a instancia del Ministerio Fiscal o de la  representación procesal del interno- proceder a  una reconsideración, caso por caso, de la oportunidad  de mantener aquella medida.

Avala la bondad de las recomendaciones de control  semestral de la evolución del tratamiento y de la  fijación de un límite cronológico máximo a las medidas  adoptadas, la circunstancia de haber sido recogidas  por el arto 95 de la Propuesta de Anteproyecto  del Nuevo Código Penal de 1984. Sin aguardar a su  transformación en Derecho positivo, la práctica judicial  debería, desde ahora, proceder a tales controles  periódicos. Los órganos asistenciales, a su vez,  deberán informar puntualmente a los Tribunales,  cuando sea conveniente, el cambio de régimen de  tratamiento y, especialmente, la reintegración del interno  a su vida ordinaria en libertad, evitando deliberadas  ambigüedades por temor a asumir unos  riesgos sociales que tanto la Medicina como el Derecho  han de afrontar.