PERSPECTIVAS DE REFORMA CONSTITUCIONAL[1]
Fernando Rey Martínez
Catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad de Valladolid
Es un honor participar esta luminosa mañana gaditana, y en la capital del constitucionalismo español, nada menos, en esta mesa de la prestigiosa asociación Jueces para la Democracia, prestigiosa por clásica, por sus aportaciones a la mejora de la justicia en España y por la calidad profesional e intelectual de muchos de sus asociados. Estoy obsesionado por la claridad. No quiero que ustedes pudieran espetarme lo mismo que le respondiera Cleómenes al embajador de Samos cuando éste intentó convencerle, con un discurso largo y farragoso, de que declarara la guerra a Polícrates: “no me acuerdo de lo que has dicho al principio y por ello no he comprendido la parte central; y el final no me ha gustado”. Y como estoy concernido por la claridad, expondré ya de entrada mi tesis central: hace falta un extenso y profundo cambio de nuestro sistema político, para mejorar su calidad; este cambio implica también, pero no sólo, una seria reforma constitucional; sin embargo, no es fácil ni probable que estas modificaciones se introduzcan a corto o medio plazo, no, al menos, mientras no cambie el clima de cultura política dominante, lo cual no es previsible. Por diversas razones, pero la principal es porque el constitucionalismo, en general, se halla ahora mismo desorientado y el español, en particular, en una crisis grave. Intentaré explicarme.
Nuestra Constitución y el sistema que inaugura es el periodo más brillante de toda nuestra historia política: pese a todos los problemas que han ido surgiendo, nos ha normalizado como país plenamente democrático. Sin embargo, tras 35 años de vigencia, necesita una reforma a fondo. No un simple lifting, ni botox, sino cirugía mayor. Por descontado, no creo que una reforma constitucional supusiera, por sí sola, un avance democrático. Más bien, el proceso funciona al revés. Primero habría que contar con un elevado grado de consenso entre las fuerzas políticas que permitiera alcanzar un texto con calidad técnica, que además regulara sólo lo esencial para permitir el pluralismo político y su adaptación a los cambios. La tradicional impotentia reformandi que caracteriza al constitucionalismo español procede de la incapacidad de nuestros partidos políticos de conseguir acuerdos fundamentales en periodos de normalidad política.Así pues, hay que desechar, de entrada, el posible valor taumatúrgico de cualquier cambio constitucional y hay que tener en cuenta las condiciones políticas esenciales para proceder a la reforma, pero basta una mirada rápida al entramado institucional e incluso al catálogo constitucional de derechos para darse cuenta de que hay numerosas modificaciones pendientes.
En cuanto a los derechos. Habría que incorporar los nuevos derechos de estatura constitucional que se han ido reconociendo por la ley o por la jurisprudencia del TC: el derecho al matrimonio de las personas homosexuales, por ejemplo, o la abolición definitiva de la pena de muerte, o los nuevos derechos en el campo de la bioética, o en relación con el aborto, la paridad de género electoral, el derecho a la reproducción asistida, a la protección frente al ruido, el derecho de acceso a la información pública, los derechos a la protección de datos, los cambios en materia de relaciones Estado/confesiones religiosas, etc. Casi todos los preceptos de la Constitución actual son susceptibles de reforma parcial. Hay que verter en la Constitución casi cuatro décadas de jurisprudencia constitucional y del Tribunal de Estrasburgo. Creo que en el catálogo de derechos fundamentales habría que incluir una cláusula general que permitiera introducir en su momento nuevos derechos, a falta en nuestro ordenamiento de la cláusula del respeto a la vida privada del sistema europeo, a imitación de la privacy estadounidense. Me parece que la cláusula del libre desarrollo de la personalidad, menos problemática en este sentido que la de la dignidad, podría ser llevada al catálogo de derechos. Y, en cuanto a las garantías, creo que habría que reforzar la figura del Defensor del Pueblo estatal y mejorar su coordinación con los autonómicos. La Defensoría ya la recibimos en 1978 como un modelo demasiado desgastado. Tendríamos que ponerle dientes, siguiendo el modelo de la Agencia de Protección de Datos. En países comparables al nuestro, como en Francia, por ejemplo (y en muchos otros), el Defensor ha asumido funciones de órgano de lucha contra las discriminaciones de todo género, con competencia sancionadora en ciertos asuntos y con capacidad de examinar la conducta de particulares y no sólo de administraciones públicas.
Por lo que se refiere a las instituciones, la auténtica sala de máquinas del sistema. Tampoco se salva ninguna de ellas de la necesidad de reformas de calado. La obsesión del constituyente por el orden y la estabilidad debería dejar paso a la idea de control como hilo conductor de la reforma. Control sobre “el nuevo Príncipe”: los partidos políticos (financiación, democracia interna, selección de candidatos, etc.), aunque algunos de estos cambios fueran legales y no constitucionales (insisto en que la reforma constitucional debiera enmarcarse en la reforma más general del sistema político).
Las Cortes reclaman cambios en el sistema electoral, sobre los que no entraré ahora. Sus instituciones auxiliares de control también deberían ser cruciales: el Tribunal de Cuentas por encima de todo. El Senado, en mi opinión, debería transitar hacia el modelo de Bundesrat alemán. También la configuración constitucional del Gobierno requiere cambios, en materia de responsabilidad, por ejemplo, o de transparencia, o de mayor control. Y no hablemos ya de cambios mayores: de la reforma de las administraciones públicas, tan necesaria como siempre postergada.
La Monarquía. Tuvimos oportunidad de comprobar hace un año la sucesión verdaderamente chapucera desde el punto de vista técnico por falta de regulación. No hay un estatuto del rey emérito, no hay una ley que regule con carácter general las abdicaciones, etc. Sigue pendiente la supresión de la preferencia masculina en la sucesión y muchos otros aspectos de regulación.
El Tribunal Constitucional. Una institución central para la defensa de la Constitución, que se halla desprestigiado y a la deriva por el retraso en resolver y por su colonización partidista.
El Consejo del Poder Judicial. ¿Qué les puedo decir del Consejo que ustedes no sepan o que no hayan padecido alguna vez? Configurado en lógica partidista, ya desde la elección de sus miembros; por no hablar de la designación de su presidente, que los llamados a elegir a veces ya saben quién será antes y por los medios, por boca del presidente del gobierno. Una institución fuertemente desacreditada. En vez de alejar la política del trabajo de los jueces, ha alimentado la impresión de que los jueces están politizados. El modelo de Consejo de 2013 ha cambiado radicalmente la institución, por cierto, sin tocar el texto de la Constitución; de nuevo, una mutación; nos hemos acostumbrado a reformar la Constitución sin modificar formalmente su tenor literal. Un Consejo menos plural, con un predominio absoluto de la mayoría y vocales de distinta categoría (de un lado, los seis de la permanente, de otro, el resto). El argumento del ahorro económico para legitimar este cambio es tramposo.
La Fiscalía. El modelo del fiscal instructor podría funcionar sólo si se les dotara de medios y se configurara como un órgano realmente independiente del Gobierno, dos condiciones que mucho me temo que ningún Gobierno se prestará a conceder. No funciona el control de la criminalidad gubernativa, aunque en este tiempo la ola de indignación ciudadana contra la corrupción ha dado alas a la fiscalía.
En fin, y qué decir del puzzle territorial, salvo que ninguna pieza encaja ya. Hace falta recibir con claridad en la Constitución el impacto de nuestra pertenencia a la Unión Europea. En el ámbito local también hay ajustes importantes pendientes, como la elección directa de alcaldes: en esta legislatura de cuatro partidos principales, más los nacionalistas, vamos a volver a comprobar la ingobernabilidad de muchos municipios y, lo que es peor, cómo los partidos pequeños van a sacar ventajas indebidas de la fragmentación electoral. La elección directa de alcalde obligará a cambios en la relación de competencias entre el Alcalde y el Pleno; en definitiva, obligará un cambio de forma de gobierno municipal de un sistema parlamentario a otro presidencial. La ordenación local es un asunto pendiente. La nueva Ley no tiene vocación de estabilidad. Entre otras cosas, porque primero habría que pensar en el entero modelo territorial, el autonómico incluido, antes de reformar una de sus partes, la local. Hay que pensar en qué hacer con las diputaciones, cómo combinarlas con la administración periférica de la comunidad autónoma, asuntos aún sin resolver; cómo conciliar un modelo básico estatal con las importantes peculiaridades de hecho y de derecho, etc.
La cuestión autonómica es la cuestión constitucional sin resolver por excelencia, el único demonio histórico español que la Constitución no ha logrado exorcizar. Seguimos sin tener una idea precisa y consensuada. Un tercio de los españoles preferiría un Estado centralizado, sin autonomías, mientras, de otro lado, el avance del independentismo, y no sólo en Cataluña, avanza significativamente. Y, al tiempo, mientras se echa a las autonomías la culpa de todos los males del sistema, se habla de modelo federal. Sobre esto los constitucionalistas hemos derramado mucha tinta últimamente; yo también. Me remito a esas lecturas, por si acaso ustedes padecen de insomnio. Un punto de acuerdo sí podemos retener: el diseño constitucional requiere un cambio en profundidad; el modelo actual es insostenible, entre otras cosas porque la realidad va por un lado y la Constitución por otro (casi desde el comienzo). Estoy entre la minoría de constitucionalistas que piensan que el Estado autonómico no es el mejor modelo del mundo, pero es el único que podemos tener en España (eso sí, con mejoras) porque es el único que permite, al mismo tiempo, devolver al Estado competencias, dar a las Autonomías mejor calidad de autogobierno, homogeneizar los territorios y, a la vez, singularizarlos en clave confederal. Por eso el Estado autonómico es un invento español sólo entendible aquí y no exportable. Aciertan quienes dicen que Cataluña y otros territorios tienen que tener algún trato singular; también los que dicen que las autonomías deben ser, básicamente, iguales entre sí; los que reclaman mayor cantidad y calidad de autogobierno regional y los que exigen que el Estado recupere, en atención a razones de eficacia, determinadas competencias. Todos ellos son objetivos contrapuestos y sólo la fórmula del Estado autonómico permite equilibrarlos en cada momento histórico, con mayor o peor fortuna, eso sí. Otra cosa es, por supuesto, que haya que repensar todo el modelo autonómico. Empezando por convertir las 17 Autonomías en 10 como máximo, con poblaciones homogéneas. Sólo mantendría como comunidad uniprovincial Navarra. Si en Alemania, con sus envidiables números económicos, su mayor extensión y población, se están planteando reducir los 16 Länder a 6, ¿cómo no podríamos pensarlo aquí, aunque sea ciencia ficción porque los únicos que podrían emprender esta reforma serían los perjudicados personalmente por ella? El diseño institucional autonómico sigue siendo poco razonable, las relaciones intergubernamentales es un capítulo pospuesto y mal resuelto, etc.
En fin, como ven, casi toda la Constitución debe ser reformada, aunque en gran parte ya ha sido modificada sin alterar su texto por vía legislativa o de hecho, o directamente, ignorándola. La Constitución está empezando a ser la Constitución más ninguneada de las democracias occidentales. Por supuesto, no espero que estén de acuerdo con las propuestas que he planteado sin explicación aquí (yo mismo nunca soy de mi propia opinión), pero sí en un punto: son necesarias muchas reformas. Tantas, que ya no sé si cuando se aborde este asunto será una reforma parcial o, más bien, la sustitución del texto actual por otro.
Y sin embargo, como antes sostuve al anunciar la tesis principal de mi intervención, no será posible reformarla sin un cambio profundo de la cultura política dominante entre nosotros. Sobre todo, porque no hay ningún espíritu de consenso entre las fuerzas políticas. Y esto se debe a razones profundas.
La historia del constitucionalismo español no ha sido, desde luego, particularmente brillante. Nuestras mejores aportaciones no han sido al Derecho Constitucional, sino al Derecho anticonstitucional, pero en esto tampoco hemos sido tan distintos respectos de otros países de nuestro entorno como Alemania, Italia o Portugal. Sin embargo, nuestro constitucionalismo sí presenta diversos hechos diferenciales y entre ellos destaca nuestra particular incapacidad para reformar nuestras constituciones, que siempre han nacido previo asesinato de la anterior. Esto contrasta con la situación en otros países, donde las reformas se producen periódica y ordinariamente cada cierto periodo de tiempo. ¿Por qué es esto así? Desde luego, por la confluencia de diversos factores; me permitiré señalar tan sólo algunos de ellos:
En general y no sólo en España, el constitucionalismo vive un tiempo de desorientación. El constitucionalismo de nuestros días ha producido avances incuestionables en la mayoría de los países, incluido el nuestro; ha generado el mayor periodo de estabilidad política de nuestra historia, pero, al mismo tiempo, se enfrenta a desafíos, viejos y nuevos, de enorme envergadura. Parece que intentamos explicar el mundo con un ajuar de ideas viejas. Estamos en un momento de cambio de época histórica y requerimos una nueva gramática jurídica para describir las nuevas realidades. En nuestros días, el modelo de Estado Social se halla en crisis pero esta crisis, en contra de lo que rutinariamente suele pensarse, no es sólo por falta de dinero debido a las recurrentes crisis económicas, ni siquiera porque la riqueza siga sin distribuirse con justicia, sino que la crisis actual del modelo de Estado social se debe, fundamentalmente, a razones ideológicas y, ligado a ello, a la falta de controles efectivos de los poderes económicos, que, en gran medida, son poderes salvajes, sin límites, son poderes invisibles y son poderes que ponen de rodillas a los poderes políticos. El constitucionalismo clásico logró controlar, más o menos, al poder político, pero es incapaz, por el momento, de someter a límites a los poderes económicos, a los famosos “mercados”. No somos ciudadanos, sino deudores. No existe, hoy por hoy, un control político de la globalización económica y, mientras esto siga así, el constitucionalismo, esto es, el ámbito de la libertad política, dependerá por completo del estado de ánimo del capitalismo, es decir, el ámbito de la libertad económica. Resultado: se abre la brecha entre países ricos y pobres y, dentro de cada país, entre los ricos y los pobres. Esto golpea por debajo de la línea de flotación de la democracia, que es, siempre, un sistema de clases medias que requiere un cierto grado de igualdad entre todos los ciudadanos.
El constitucionalismo exige libertad, igualdad y solidaridad. La idea de libertad está en crisis tras el periodo histórico que abre el atentado de las torres gemelas de Nueva York. Se pone ahora en el centro la seguridad, en cuyo nombre se limitan las tradicionales garantías individuales. Triunfa el denominado derecho penal del enemigo, el derecho penal avanza las barreras de protección, se castigan los delitos de peligro, se endurecen las penas, sin que esto parezca ser eficaz en la represión del delito; se justifican determinadas formas, pretendidamente leves, de tortura, en aras de la seguridad nacional; por no hablar del secreto de las comunicaciones, que es un derecho que se viola sistemáticamente. Nuestro tiempo parece preferir la seguridad a la libertad.
Por supuesto, también la igualdad está en crisis y de qué modo. Los derechos sociales se fragilizan. Y es que hemos descubierto que hay un Derecho Constitucional de los periodos de abundancia económica, de vacas gordas, y un Derecho Constitucional de la crisis, de los periodos de escasez, de vacas flacas, aunque la letra del texto constitucional no varíe. La fórmula del Estado social exige especialmente, en periodos de abundancia, el objetivo de la igualdad de oportunidades; y, en periodos de crisis, además del de igualdad, el de la solidaridad. Sin embargo, la Recesión le ha venido bien a las élites económicas para liberarse de estos deberes, de modo que una minoría se ha enriquecido a costa de las estrecheces de la mayoría, impugnando la idea de solidaridad, y también le ha venido bien a ciertas élites políticas conservadoras para imponer su agenda desmanteladora de los servicios públicos, haciendo aún más nugatoria la igualdad real entre los ciudadanos. La Recesión se ha convertido en un momento crítico de darwinismo social. La corrupción, que es el verdadero enemigo de la democracia, ha erosionado la confianza que está en la base del sistema democrático y, por tanto, su legitimidad ideológica. Nadie se fía de nadie y, viendo los casos de corrupción con los que nos desayunamos todos los días, parece haber razones más que sobradas para ello.
La democracia contemporánea debe ser «obscena» porque hay que rechazar la distinción entre el escenario y lo que queda detrás (eso significa «ob-scenus»: lo que queda de un hombre cuando ya no entra en escena —ob = en lugar de; obsceno significa etimológicamente la exhibición de que se debe ocultar; en plural designaba a los excrementos—). La democracia actual exhibe sin tapujos lo que antes permanecía oculto y, en consecuencia, propugna la desmitificación permanente del decoro estatal. En esto, la democracia y las dictaduras son totalmente opuestas. En una dictadura, el pueblo debe mostrarse desnudo, desprovisto de secretos ante un poder invasor de todos los espacios de la existencia, un poder estatal que nunca desvela más de lo que desea mostrar. En una democracia, por el contrario, el poder es, por definición, el que no ha de tener secretos, mientras que el pueblo puede y debe preservar los suyos (de ahí la íntima coherencia teórica —otra cosa sucede en la práctica— entre el deber de transparencia pública, de un lado, y el derecho a los datos privados, de otros). Mucho me temo, sin embargo, que el poder sigue resistiéndose a la luz de la transparencia y, por desgracia, la tendencia a erosionar la privacidad de los particulares, debido a las posibilidades que abre la tecnología de las comunicaciones, es imparable y no parece tener límite.
Todo esto impacta sobre una eventual reforma constitucional porque somos conscientes de la emergencia de nuevos derechos y de la mayor densidad de los ya existentes, pero, al mismo tiempo, la realidad económica, e incluso ideológica, del periodo transita en dirección contraria. El riesgo de una reforma tan sólo literaria de la Constitución se recrudece. La verdad del sistema político y lo que se espera de una norma constitucional están ya alejadas y se corre el peligro de aumentar más la brecha.
A la hora de reformar cualquier Constitución en nuestros días, hay que tener en cuenta, además, que el poder constituyente estatal se haya, no sólo de hecho, como hemos visto, sino también de derecho, seriamente fragilizado. Es impensable modificar nuestra tabla de derechos sin observar el derecho internacional de los derechos humanos, que nos obliga. Y es imposible cambiar la Constitución sin considerar el profundo impacto de la Unión Europea sobre nuestro ordenamiento.
A esta crisis general del constitucionalismo, de desorientación y de cambios estructurales sobre el poder constituyente, tenemos que añadir los hechos diferenciales de nuestro constitucionalismo doméstico.
Uno, de carácter formal, es la dificultad de la reforma más agravada del art. 168 de la Constitución, sumado a la escasa claridad de la delimitación de materias que corresponden a la reforma menos agravada del art. 167 y la más compleja del art. 168 CE. En el diseño de la Constitución hubo obsesión por reducir, en clave de orden y de estabilidad conservadora, la enorme complejidad que se suponía habría tras 36 años de dictadura. Por eso, se optó por un sistema de orden que privilegiaba en general (vía sistema electoral y sistema de financiación) a los partidos políticos frente a cualquier otra forma de participación (con un rechazo auténticamente hostil de cualquier forma de participación ciudadana: ahí están los desnutridos institutos de la iniciativa legislativa o de los referendos); un sistema que daba preferencia electoral a dos grandes partidos nacionales y a los principales en Cataluña y País Vasco; un sistema que entrega todo el poder en el Parlamento a los grupos en detrimento de los parlamentarios individuales, que son los que menos facultades propias tienen respecto de los parlamentos comparables (un sistema grupocrático); un sistema manifiestamente desequilibrado a favor del Gobierno respecto del Parlamento, que no puede derribar a aquel porque la moción de censura es constructiva (en la práctica, intransitable); y una configuración del Presidente del Gobierno no sólo como primus inter pares, sino como auténtico canciller soberano sin control real. Y, además, un sistema casi irreformable en la práctica. En conjunto, el sistema es muy coherente y tenía su razón de ser en 1978.
Pero no en 2015. De ningún modo. El momento político que vivimos es, en cierto sentido, una impugnación, más intuitiva que argumentada, de este sistema y, sobre todo, de su aplicación práctica que ha ido exacerbando aún más si cabe, el proceso de toma de decisiones en manos de una élite muy reducida de los partidos políticos (con los fenómenos naturales de abusos y corrupción asociados). En fin. De momento, no estaría mal empezar modificando el título constitucional, el décimo, que se dedica a la reforma constitucional.
No estoy tampoco a favor de facilitar demasiado las reformas. El modo ordinario de adecuar la Constitución a la realidad cambiante ha de ser la interpretación, la política que lleva a cabo el legislador, y la jurídica que efectúan los jueces (no sólo el Tribunal Constitucional, aunque éste con valor supremo). Sólo cuando no fuera posible adecuar norma y realidad por esta vía, habría que acudir a la reforma constitucional. La rigidez constitucional preserva la Constitución, que es el conjunto de reglas del juego, de la imposición de la voluntad de la mayoría, que puede cambiar las reglas estratégicas, pero no las del juego. Un ejemplo opuesto de sistema bulímico de reforma (frente a la nuestra, anoréxica) es México, donde son tan frecuentes las reformas que los propios constitucionalistas mexicanos confiesan tener dificultades para determinar cuál es el texto vigente en cada momento. Pero también es una anomalía manifiesta (aunque no se perciba como tal por nuestros responsables políticos) que sólo hayamos podido reformar dos veces la Constitución y por asuntos, sin minimizarlos, que nos venían impuestos desde Europa. El benemérito intento del presidente Rodríguez Zapatero de modificar la Constitución en aquellos cuatro puntos (cláusula Europa, supresión de la preferencia masculina para acceder al trono, inclusión de los nombres de las Comunidades Autónomas y la más importante, la reforma del Senado) dio lugar a un buen texto preparatorio, pero creo que en la memoria colectiva política el recuerdo de ese intento lejos de animar a la reforma, es más bien desalentador.
Esto nos lleva directamente a otra clave de nuestra singular impotentia reformandi, que es, a mi juicio, la errátil ignorancia constitucional de nuestros actores políticos principales. No quiero unirme al coro de los detractores al por mayor de los políticos porque esto mina la democracia; recuerdo que Churchill dijo que sostener que todos los políticos son corruptos era injusto con el cinco por ciento de ellos que, como él, no lo eran. Vivimos en España un tiempo de relevo general de políticos, pero ni los que llevan años en el cargo ni, mucho menos, los nuevos, y a diferencia de lo que sucede en los países comparables, aprecian mayormente la Constitución como mito de origen de nuestro sistema. A mi juicio, la vieja política está plagada de cinismo. Como cuando no se adoptan medidas reales de represión de la corrupción o cuando se presenta a la competición electoral a personas más interesadas que interesantes; y sólo se piensa en evitar engrosar las abultadas listas del paro. El político cínico, como observara Schumpeter, es como un jinete que sólo presta atención a no caer del caballo (electoralmente) y no a llevar el caballo a algún lugar.
Pero bastantes nuevos políticos están en el otro lado, en el fundamentalismo, en lo que Oakshott llamó política de fe frente a la del escepticismo. No es un fenómeno nuevo: ahí está el tipo de político independentista, para quien la ruptura con lo que llama “el Estado español” sería una suerte de bálsamo de Fierabrás capaz de sanar cualquier herida, aunque, como le ocurriera a D. Quijote, mucho me temo que el único efecto de tal pócima sea laxante, al menos en cuanto a palabras y derroche inútil de energía.
El político fundamentalista es adanista y descubridor de mediterráneos. Quien presume de pureza, también en política, asusta. Es probable que se llegue a creer, de verdad, que él y los suyos, por sí solos, son capaces de regenerar el sistema. Esto supone una impugnación global de toda la historia anterior, que es leída sólo a partir de sus patologías, e implica una superioridad moral sobre el resto de políticos tan ignorante como arrogante. La política fervorosa se funda en un cierto pensamiento mágico acerca del poder. El Estado sería un enorme sifón de recursos ilimitados
Ni el político iluminado ni el cínico son capaces de dialogar, salvo que no tengan más remedio; se sienten en posesión de toda la verdad. Exacerban las diferencias entre los suyos y los otros. No parece haber un “nosotros”. En nuestro país tenemos dificultad para el diálogo; ¿será verdad eso de que poder que no se abusa, se desprestigia? El problema de dialogar, ciertamente, es que uno corre el riesgo de ser convencido. La política fundamentalista y la cínica halagan a su electorado sólo con promesas de derechos. Ni una palabra de deberes, responsabilidad, o solidaridad (salvo la que se piensa imponer a los adversarios). Es una política de seducción de los propios y de enfrentamiento y revancha respecto de los otros.
Políticos cínicos y fundamentalistas coinciden también en su desvaloración de la Constitución y, en consecuencia, su tendencia a actuar como si no existiera o cumpliéndola sólo cuando no haya más remedio, de modo formal o mecánico. Que se diga defender la Constitución como argumento precisamente para no reformarla es un magnífico ejemplo de cinismo político. Porque la Constitución debiera ser un puente que une, no un muro que impide. Alegar que vivimos tiempos políticos convulsos como argumento para no reformar la Constitución es tanto como excusar que alguien está muy enfermo como para darle medicinas. Si no se reforma ahora la Constitución, ¿cuándo será el momento adecuado?
Pero frente a estas posiciones cínicas, ultraconservadoras, que debilitan el texto constitucional que dicen defender, las otras tampoco ayudan precisamente. Un amplio sector de la izquierda, en efecto, mira la Constitución de 1978 con sospecha. Es la Constitución cuyo proceso de elaboración contó con importantes elementos del franquismo y eso explica por qué, entre otras cosas, no ha habido, a diferencia de Italia, referéndum sobre la monarquía. El mito de origen de nuestra democracia no estaría en la Constitución de 1978, sino en la Constitución de la II República; de ahí que la reparación de los daños de la guerra y la dictadura se hayan convertido en una cuestión constitucional central, ni siquiera, por cierto, mencionada en el texto.
Para los nacionalistas de todo signo, el mito de origen estaría en un presunto pacto del Estado o la Corona con el respectivo territorio. La Constitución sólo daría fe de ese pacto, que es anterior y superior a ella.
La nueva izquierda parece juzgar aún peor a la Constitución y el sistema creado por ella: la hacen directamente responsable de todos los males de nuestra democracia corrupta.
A todo esto debemos sumar la ignorancia más obscena, por parte de representados y representantes, sobre el significado de la constitución, sus elementos centrales, etc.; ciertamente, no tenemos sentimiento ciudadano de constitución ni idea de lo que significa. La gente, en general, no sabe cómo se toman las decisiones. No hablemos ya de los jóvenes en este sentido. El resultado es que se tiene una visión muy naif y muy errada de lo que es la política, lo que es el mejor caldo de cultivo para políticos cínicos y fundamentalistas.
Pero el verdadero hecho diferencial es que en 2015 no disponemos de un proyecto comúnmente compartido entre la ciudadanía sobre lo que es España y, por tanto, sobre su constitución. El consenso es imposible. Sí lo tuvimos en 1978: sacar al país de una dictadura o en los ochenta (modernizar el país y europeizarlo), pero no ahora. En este contexto, reformar o no la constitución no es políticamente importante (¿se ha hablado de ello en las últimas competiciones electorales, creen que se hablará en las próximas generales?) porque la idea de constitución se ha fragilizado al máximo entre nosotros. No parece ser una respuesta para ninguno de los problemas cruciales que tenemos planteados. Ciertamente, la Constitución y su reforma no tienen valor taumatúrgico, pero la realidad política actual de nuestro país es que muchos actores políticos relevantes la ignoran, la debilitan cínicamente cuando dicen defenderla, la ningunean o, directamente, la hacen culpable de un sistema de corrupción.
En el plano jurídico las cosas con la Constitución no están mejor. Un factor de debilitamiento del carácter normativo de la Constitución es la falta de prestigio del Tribunal Constitucional y su deferencia hacia los gobiernos de turno.
Como es imposible políticamente reformar la Constitución, los actores políticos han optado en ocasiones por quebrantarla con total descaro a través de la Ley. Un ejemplo. El art. 16.5 de la LOTC (reformado en noviembre de 2010) señala que si hubiese retraso en la renovación de los magistrados del Tribunal Constitucional, a los nuevos se les restará del mandato el tiempo de retraso en la renovación. ¿Cómo conciliar esto con la lapidaria declaración del art. 159.3 de la Constitución, que establece que los miembros del Tribunal serán designados por un periodo de nueve años?
El Estado de Derecho se ha visto comprometido no sólo por la fragilización de la Constitución, sino también por el reforzamiento desproporcionado de los poderes del Ejecutivo sobre el Parlamento (recuérdese que España tiene una forma de gobierno parlamentaria) y el consiguiente debilitamiento de los mecanismos de control. Un ejemplo elocuente es el abuso de los Decretos-leyes, normas del Gobierno con fuerza de ley que pueden ser dictados en supuestos de extraordinaria y urgente necesidad. Pues bien, en 2012 llegaron a dictarse 29 Decretos-leyes (muchos de gran importancia, además) frente a 8 leyes orgánicas y 17 ordinarias. ¡El Gobierno legisló más que el Parlamento! Y eso que el Gobierno contaba con el apoyo de una mayoría absoluta en las Cámaras y, por supuesto, existen procedimientos parlamentarios abreviados para aprobar las leyes. En 2013 y 2014 se dictaron 17 Decretos-leyes respectivamente. Demasiados. Además, en diversas Comunidades Autónomas se ha introducido en sus Estatutos la posibilidad de que los gobiernos respectivos dicten Decretos-leyes de ámbito regional y también aquí se han producido abusos, erosionando aún más el papel de los Parlamentos autonómicos. Por no hablar de cómo se legisla, de la seguridad jurídica (nuestro ordenamiento no es un jardín francés, es un bosque tropical), etc.
Por otro lado, la crisis ha servido como excusa para introducir reformas institucionales bastante nugatorias. En España, es absolutamente imprescindible antes de la crisis y más después de ella, re-pensar las instituciones para hacerlas sostenibles. El Gobierno elaboró un Informe de reforma de las administraciones (el famoso C.O.R.A.) que consistía más en decirles a las Comunidades Autónomas qué cosas debían hacer (y de modo discutible por lo que respecta a su contenido) que en reformar aquello sobre lo que sí tenía competencia: la Administración central. Ha habido reformas institucionales parciales y en muchas ocasiones tramposas. Un ejemplo: la reducción de escaños parlamentarios en algunos Parlamentos regionales alegando la necesidad de ahorrar dinero público. Es obvio que la verdadera razón ha sido el cálculo electoral de quienes han promovido las reformas. O la supresión de instituciones autonómicas de control (defensores del pueblo, consejos de cuentas). Otro ejemplo, ya mencionado: la reforma del Consejo General del Poder Judicial, más destinada a reforzar su dependencia del Gobierno que a garantizar su eficiencia. Podríamos seguir. La crisis se ha llevado por delante algunos mecanismos de control de los gobiernos y, por tanto, ha erosionado al mismo Estado de Derecho.
Termino ya con la charla (me temo que su paciencia la agoté hace rato): hace falta reformar la Constitución más que nunca, pero, como siempre, no se dan las condiciones de cultura política necesarias. Los españoles, decía Azaña, hacemos cosas razonables sólo después de haber intentado las demás. Me parece que, por ahora, seguimos intentando las demás. Muchas gracias.
[1] Texto de la Conferencia pronunciada por el autor en el Congreso de la asociación Jueces para la Democracia, en Cádiz, el 4 de Junio de 2015.