El Código Penal constituye una suerte de Constitución negativa, pues establece el marco básico de los derechos y libertades fundamentales y regula el ejercicio del “núcleo duro” del poder punitivo del Estado: la pena criminal.  Tanto el hecho de que se recurra a la pena criminal, cuanto, en su caso la gravedad de la misma ha de encontrar una justificación suficiente en la necesidad de tutela. En otras palabras, ha de quedar, en concreto, excluida la posibilidad razonable de obtener el fin legítimo por medios alternativos menos gravosos. Además, las penas desproporcionadas no solo son inútiles, sino que, a menudo, resultan contraproducentes y llegan a constituir factores criminógenos. En realidad, cuando se establece o se modifica ese marco básico, se están discutiendo los límites y la estructura del poder junto a los límites y la estructura de los derechos individuales, es decir, algo que atañe absolutamente a toda la ciudadanía.

España, si atendemos a la tasa de criminalidad comparada, ocupa un lugar significativamente inferior a la de los países de nuestro entorno. Sin embargo hemos llegado a tener el mayor número de presos por habitante de la Unión Europea. A pesar de lo anterior, y ante la indiferencia de quienes tienen la falsa creencia de que la pérdida de la libertad afectará solamente a otras personas, parece continuar cobrando fuerza el “discurso de la exclusión”, por el que se estima que las libertades constitucionales de determinados ciudadanos y ciudadanas limitan innecesariamente el poder del Estado para reprimir los males que más daño causan.

En este contexto se ha dado a conocer a los medios de comunicación una propuesta electoral que al parecer pretende reducir el elenco de penas existentes en el actual Código Penal a solo dos, prisión y multa, y la inclusión de la cadena perpetua revisable como pena máxima. Estas propuestas constituyen la consecuencia lógica de camino hacia ninguna parte emprendido hace años por las formaciones políticas mayoritarias, y cuyo hito más significativo fue la durísima reforma del Código Penal de 1995 operada en el año 2003. El propósito que vertebra las numerosas modificaciones, veintiocho hasta el momento, es sin duda, el endurecimiento del sistema de penas y de su ejecución, en pugna con los principios constitucionales de proporcionalidad y orientación del sistema a la reeducación y reinserción de las personas condenadas. Más aún, en una situación de crisis sistémica, evidencian el tránsito del «Estado social» hacia lo que ha venido en denominarse como «Estado penal».

Es censurable que de esta última propuesta solo se conozca poco más que “slogans”. Desde esta perspectiva debe rechazarse la ausencia de rigor y seriedad con que se trata esta materia en la búsqueda de réditos electorales, pues el Código Penal, esa Constitución negativa, debe nacer de un consenso profundo y racionalmente fundado, no de  aparentes urgencias  o exigencias del presente, ni de la explotación de la “sensación social de inseguridad”, cuya vivencia subjetiva es claramente superior a la existencia objetiva de riesgos que la justifiquen.

El Secretariado,

Madrid, a 10 de octubre de 2011