Perfecto ANDRES IBAÑEZ

 La independencia, primer atributo de la jurisdicción a partir del Estado liberal, es también, sin duda, el más invocado y el más transgredido. Precisamente porque el sistema orgánico supuestamente preordenado a hacerla efectiva, tenía como básica finalidad real reducir drásticamente sus posibilidades de actuación.

Así ha sucedido con carácter general en los países de nuestro ámbito de cultura, dentro del modelo de la justicia continental; un tipo de organización centrado en torno a la idea del juez-funcionario, gobernado desde el ejecutivo. Es en el marco del Estado de derecho de la segunda posguerra cuando se rompe por vez primera ese paradigma organizativo con la creación constitucional italiana del Consiglio Superiore della Magistratura. Esta institución nació, como se sabe, para desvincular la dirección política de los órganos jurisdiccionales de la política gubernamental. Se quería conjurar para el futuro el riesgo implícito en el mantenimiento de un tipo de aparato de justicia articulado de forma cuya funcionalidad a la entonces reciente experiencia autoritaria había quedado bien demostrada. De ahí la colocación del nuevo órgano fuera del alcance del ejecutivo, y la opción por una fórmula de composición mixta, en parte de extracción parlamentaria, que prevenía al mismo tiempo los peligros de un siempre posible mandarinato judicial».

Es bien sabido hasta qué punto este antecedente italiano es importante para nuestra propia experiencia, en la que, como no podía ser menos, se han dado peculiaridades dignas de consideración y de indudable relevancia para una reflexión sobre las vicisitudes del principio de independencia.

Seguramente se recordará el fervor judicialista que animó a amplios sectores del arco parlamentario en los primeros momentos de la transición democrática. Fue prácticamente generalizado el consenso

en la idea de incorporar al nuevo orden constitucional aquella institución italiana. Y así se hizo, por la derecha gobernante, con prudencia y la esperanza de capitalizar -no obstante las reformas un statu quo de la magistratura que sin duda la beneficiaba. Por la izquierda, con especial hincapié en la potenciación del factor independencia y reclamando vía libre a la emergencia legítima del pluralismo entre los jueces, actitud esta frecuente cuando se trabaja desde la oposición.

Los tiempos de la justicia fueron lentos, como no podía ser menos, en su acomodación al ritmo de la evolución general. La derecha judicial y extrajudicial resultó increíblemente torpe a la hora de querer rentabilizar su situación hegemónica en el palacio de justicia. El socialismo ya gobernante demostró una paciencia más bien escasa. Desde luego mucho menor que la observada en la gestión de otros campos de la realidad social e institucional. Y tampoco fue particularmente hábil a la hora de conducir un proceso en el que contaba con la inestimable ayuda del calendario. Agotó su esfuerzo en un radicalismo verbal que no tuvo correspondencia en la radicalidad de las reformas y únicamente jugó fuerte en la modificación del modo de elección de los componentes del Consejo. Tema que, calores polémicos al margen, ahora no será difícil convenir tiene un alcance cuando menos limitado y no salva ni con mucho

otras profundas carencias.

Estas últimas son prioritariamente de carácter organizativo y estructural y tienen mucho que ver con el hecho de que se redujo la cuestión justicia a puro problema político. O aún más todavía, a mero problema de gobierno judicial, que una vez solucionado dejaría vía libre a todo lo demás, que vendría dado como por añadiduría.

Se cuestionaron las posiciones de valor defendidas por la entonces poderosa derecha judicial, sin hacer suficiente claridad sobre la necesidad de salvar determinados valores, entonces malversados, para la democracia todavía por construir en la justicia.

Se habló sí de independencia, pero mal. En efecto, la derecha se limitó a seguir patrimonializando ese principio, con la misma desenvoltura con que siempre lo había instrumentalizado. La izquierda, que lo había defendido desde la oposición, a lo que parece por puro tacticismo, contribuyó ya desde el Gobierno a alimentar la grave confusión implícita en la sugerencia de que la independencia judicial no era otra cosa que el banderín de combate enarbolado en la oscura defensa de indefendibles intereses gremiales.

Se hurtó el necesario debate teórico sobre esa y otras categorías fundamentales cuya clarificación tendría que haber orientado las profundas transformaciones que no llegaron a ser. Quizás porque el poder, poder al fin y al cabo, tampoco esta vez encontró razones suficientes para potenciar lo que siempre tendrá que representar alguna forma de control.

Tampoco las vicisitudes antiguas y recientes han pasado en vano para la izquierda judicial, o si se quiere el sector progresista de la magistratura, que no acaba de verse libre de algún complejo de culpa al enfrentarse con el problema. Con un curioso resultado en el plano de la experiencia concreta: observa en general un cierto extraño pudor que le impide hablar y comprometerse en la elaboración de un discurso teórico sobre el tipo de independencia, que, sin embargo, generalmente práctica con ejemplaridad. Un discurso que sea alternativo al convencional, que fue producto histórico de una política y una justicia predemocráticas, y que, paradójicamente o quizás no tanto, resulta ahora con frecuencia utilizado/

asumido por el poder democrático.

Utilizado, cuando, como ha sucedido en ocasiones bien conocidas, resoluciones judiciales cargadas de razón pero incómodas se ven estigmatizadas como expresiones de corporativismo resistente. Asumido, como también ha podido verse, para fundar actuaciones de gobierno judicial quizás compatibles con un sentido de la independencia more napoleónico pero que chocan con el concepto de la misma que brota de la Constitución.

De este modo resulta que, mientras ha crecido intensamente la preocupación por el control, no sé si siempre democrático, de la actividad jurisdiccional, la preocupación por el correlativo desarrollo de la reflexión

sobre un nuevo concepto de independencia no acaba de manifestarse con la intensidad que sería necesaria. Con el grave peligro que ello entraña. Por otra parte, el alto grado de simplificación interesada con que muchas veces se ha argumentado en la materia, ha traído como consecuencia la mecánica asimilación de la idea de control a posiciones de progreso, en tanto la de independencia suscita con frecuencia desconfianza.

Pues bien, es el momento de esforzarse por quebrar esa línea de tendencia y hacer un esfuerzo de claridad.

A este propósito interesa como primera proposición dejar bien sentado que el principio que nos ocupa referido a la justicia en la sociedad democrática no puede ser nunca pensado como pura cuestión táctica. Habrá que dejar bien claro que, al margen de lo que antes haya podido representar, hoy no se trata de reivindicar un privilegio de cuerpo o de casta, ni una garantía de impunidad. Que la independencia no excluye en modo alguno la responsabilidad por el uso que de ella se haga, pero afirmando con la misma claridad que su existencia es una condición de democracia.

Habrá que explicar suficientemente que la independencia judicial no reclama un poder dividido en sentido territorial de modo que el judicial pudiera constituir una parcela detentada en exclusiva, patrimonializada por los jueces. Interesa señalar, por el contrario, que se trata de delimitar o demarcar ámbitos de intervención de las distintas articulaciones del mismo poder. Poder que precisa, desde luego, de una legitimidad originaria, pero que necesita relegitimarse en cada uno de sus actos por la sumisión a las diversas modalidades de control constitucionalmente previstas.

De este modo, la independencia no es un fin en sí misma, sino un medio, un concepto instrumental respecto del de imparcialidad, ambos al servicio de la idea del que el juez debe siempre actuar como tercero en la composición de los intereses en conflicto, con la ley como punto de referencia inexcusable. Se dirá, y es más cierto que nunca, que el mandato legal no siempre es lo suficientemente explícito y que a veces su invocación podría constituir incluso una coartada. En efecto, no faltan autores que han cuestionado seriamente la eficacia de esa necesaria vinculación. Pues bien, podría coincidirse francamente en la denuncia de ese riesgo, pero interesa ser considerablemente cautos al tratar de conjurarlo. Para conseguir la sujección del juez históricamente se han combinado dos tipos de recursos: uno explícito y confesado, consistente en prescribirle como única la sumisión al dictado normativo. El otro, implícito, se ha resuelto en la colocación de aquél en un contexto funcionarial-autoritario, en una situación básicamente subalterna, que buscaría la reducción del abanico de opciones ofertado por el marco legal a las tenidas por convenientes por quienes, desde posiciones de poder no legitimadas democráticamente, administraban la independencia de sus jueces del modo más conveniente para sus intereses. En ese contexto teórico-práctico se postuló siempre una angélica independencia del juez, compatible con su subordinación política del hecho. Una independencia del espíritu, por la vía del aislamiento en un determinado espacio social, que garantizaba la dependencia del cuerpo, del cuerpo de funcionarios y del funcionario concreto. En vista de la situación en que ha desembocado todo un largo y complejo proceso histórico, parece en principio que no va a ser nada fácil abrir camino en la cultura política del ciudadano medio a un nuevo sentido de la independencia. Pero quizás comiencen a verse las cosas de distinta manera si se repara en que es cuestión no tanto de inventar o crear de la nada un nuevo universo conceptual como de organizar teóricamente los elementos constitutivos de una práctica que ya se está dando en nuestra propia experiencia, merced a un esfuerzo nada fácil, por cierto. Así entendido, el principio de independencia no sólo no excluye la idea de control, sino que la presupone, al mismo tiempo que la condiciona. Porque en efecto, si es cierto que la autonomía del juez no puede en modo alguno ser ilimitada, también lo es que tal y como viene constitucionalmente entendida no podría tolerar cualquier tipo de límite. De este modo el contenido posible de la idea de independencia que se postula admite casi mejor ser determinado en negativo que de manera positiva. Es decir, antes que nada, por la determinación de sus propios límites.

Situados en este terreno, creo que podrá convenirse

pacíficamente que la sumisión del juez a la ley ha cobrado a partir de la Constitución un nuevo sentido entre nosotros y, si es verdad que se ha enriquecido y en cierto modo ampliado el campo de la interpretación, también lo es que la exigencia de motivación ha abierto en el campo de la decisión una dimensión de la responsabilidad antes casi inédita. Otro tanto puede decirse a propósito de la crítica pública, que hoy se produce en términos impensables hasta hace bien poco. Y no sólo la crítica externa, sino la crítica interna, con una ruptura de la complicidad corporativa que no puede infravalorarse como coeficiente que es de transparencia.

Hay un terreno en el que la idea de responsabilidad adquiere matices inmediatamente polémicos: es el disciplinario. Sobre todo a la luz de actuaciones recientes del CGPJ que han puesto sobre el tapete

la decisiva cuestión de si es o no accesible a la disciplina el ámbito de la resolución. Aquí como no podía ser menos, emerge nuevamente la idea de límite, que obligaría con carácter previo a una determinación de lo que debe tener cabida dentro de ese último concepto, que ciertamente no puede cubrir actuaciones constitutivas de lo que alguien ha calificado de verdaderas rupturas de la jurisdicción. Pero que, al mismo tiempo, debe acotar un ámbito de autonomía real, inasequible a la fiscalización administrativa, aunque no a las conocidas modalidades jurisdiccionales de control que, eso sí, tendrían que ser operativas. A propósito de este género de cuestiones, no puede perderse de vista que muchas de las controversias que ha ocasionado aquí el uso o abuso de la disciplina tienen que ver con vicisitudes y problemas en cierto modo colaterales.

Quizás sea el primero de éstos la escasa aptitud de la vigente normativa, en esta como en otras materias, para dar satisfacción a las necesidades reales. En efecto, no debe ser demasiado fácil perseguir determinadas conductas seguramente inadmisibles, desde algunos de los actuales tipos de ilícito disciplinario. Pero siendo esto así, ni la Constitución ni la doctrina consolidada del Tribunal Constitucional en la materia, permiten, como se ha intentado más de una vez suplir, esas carencias a base de voluntarismo sancionador, pretendidamente legitimado por la bondad del fin. Hay campos en el mundo de derecho, y el represivo el primero, en que la forma es siempre fondo. Y no precisamente por un prurito de leguleyos. La actividad disciplinaria no puede convertirse en un cierto deus ex machina para suplir las carencias detectadas en áreas como el de la legalidad. Por eso, una reflexión cuidadosa sobre este ámbito problemático con una preocupación por la eficacia que vaya acompañada de otra idéntica por las garantías, es una buena forma de trabajar por la independencia que interesa.

Seguramente hay otras muchas posibles y valdría la pena pensarlas, siempre en la perspectiva ya avanzada de que cualquier idea de control democrático de la actividad jurisdiccional tiene que ser funcional al principio de independencia como forma de hacer efectiva la sumisión únicamente a la ley. La misma exclusiva sumisión a la ley que introduce

en el espacio de la jurisdicción un inevitable elemento de conflicto con las demás instancias de poder, en la medida en que impone una diversa óptica y una manera diferencial de ver y afrontar los problemas.

Por eso, aceptando la posibilidad y la cotidianeidad del conflicto, no puede aceptarse, sin embargo, que tenga siempre que brotar de él una pulsión autoculpabilizadora o necesariamente deslegitimadota para el polo judicial del mismo. Al fin, en este como en todos los demás comprendidos dentro del vasto horizonte de la tarea de administrar justicia, se ha de topar exclusivamente con un dato que, por ser punto de referencia de todos los problemas, ha de serio también de cualquier posible solución. Es el de la situación material.

Y es que el desastre (y pueden poner aquí los sustantivos y adjetivos que se quiera) está en el origen del abuso, pero también de la impunidad en que con frecuencia suele cometerse. Es como la ciénaga en a que cualquier paso o movimiento compromete aún más las posibilidades de salida.

En el desorden actual es tan difícil la independencia, como la responsabilidad, como la justicia. La independencia porque será extraño que algún juez que mire con ojos críticos los medios con que cuenta

y lo que hace pueda dejar de verse con los pies, tan de barro, como para que le parezca un milagro tenerse sobre ellos. La responsabilidad porque en semejante estado de cosas también son más fáciles las coartadas, y porque la disciplina y el control necesitarían cargarse de una razón para la exigencia que ahora les falta. La justicia porque si no tiene cabida o expresión en los medios, en los antecedentes instrumentales, difícilmente podrá aflorar, ni siquiera tendencialmente en los fines.